domingo, 9 de agosto de 2015

LA CARIDAD DESCONOCIDA

La conversación en casa de Pedro versaba, esa noche, sobre la práctica del bien, con la viva colaboración verbal de todos.
¿Cómo expresar la compasión, sin dinero? ¿Por qué medios incentivar la beneficencia, sin recursos monetarios?
Con esas interrogantes, grandes nombres de la fortuna material eran invocados y la mayoría se inclinaba a admitir que solamente los poderosos de la Tierra se encontraban a la altura de estimular la piedad activa, cuando el Maestro interfirió, opinando, bondadoso:
Un sincero devoto de la Ley fue exhortado por determinaciones del Cielo al ejercicio de la beneficencia; sin embargo, vivía en pobreza absoluta y no podía, de modo alguno, retirar la mínima parcela de su salario para el socorro a los semejantes. En verdad, daba de sí mismo, cuanto le era posible, en buenas palabras y gestos personales de aliento y estímulo a cuántos se hallaban en sufrimiento y dificultad; sin embargo, le hería el corazón por la imposibilidad de distribuir ropa y pan a los andrajosos y hambrientos a la margen de su camino.
Rodeado de hijos pequeños, era esclavo del hogar que le absorbía el sudor.
Reconoció, sin embargo, que, si le era vedado el esfuerzo en la caridad pública, podía perfectamente guerrear el mal, en todas las circunstancias de su marcha por la Tierra.
Así es que pasó a extinguir, con incesante atención, todos los pensamientos inferiores que le eran sugeridos; cuando estaba en contacto con personas interesadas en la maledicencia, se retraía, cortés, y, cuando contestaba a alguna interpelación directa, recordaba esa o aquella pequeña virtud de la víctima ausente; si alguien, delante de él, daba alimento fácil para la cólera, consideraba la ira como una enfermedad digna de tratamiento y se recogía a la quietud; insultos ajenos le golpeaban el espíritu como pedruscos en un barril de miel, ya que, además de no reaccionar, proseguía tratando el ofensor con la fraternidad habitual; la calumnia no encontraba acceso en su alma, ya que toda denuncia torpe se perdía, inútil, en su grande silencio; reparando amenazas sobre la tranquilidad de alguien, intentaba deshacer las nubes de la incomprensión, sin alarde, antes que asumiesen aspecto tempestuoso; si alguna sentencia condenatoria bailaba alrededor del prójimo, movilizaba, espontáneo, todas
las posibilidades a su alcance en la defensa delicada e imperceptible; su celo contra la incursión y la extensión del mal era tan fuertemente minucioso que llegaba a retirar detritos y piedras de la vía pública, para que no ofreciesen peligro a los transeúntes.
Adoptando esas directrices, llegó al término de la jornada humana, incapaz de atender a las sugerencias de la beneficencia que el mundo conoce. Jamás pudiera extender una escudilla de sopa u ofrecer una piel de carnero a los hermanos necesitados.
En esa posición, la muerte lo condujo al tribunal divino, donde el servidor humilde compareció receloso y desalentado. Temía el juicio de las autoridades celestes, cuando, de imprevisto, fue aureolado por brillante diadema, y, porque indagase, en lágrimas, la razón del inesperado premio, se enteró de que la sublime recompensa se refería a su triunfante posición en la guerra contra el mal, en que se hiciera valeroso colaborador.
El Maestro fijó en los aprendices su mirada penetrante y calma y concluyó, en tono amigable:
Distribuyamos el pan y la cobertura, encendamos luz para combatir la ignorancia e intensifiquemos la fraternidad aniquilando la discordia, pero no nos olvidemos del combate metódico y sereno contra el mal, en esfuerzo diario, convictos de que, en esa batalla santificante, conquistaremos la divina corona de la caridad desconocida.