jueves, 27 de febrero de 2014

LA BENDICIÓN DEL ESTÍMULO

Comentaban los aprendices que la verdad constituye el deber primordial, por encima de todas las obligaciones comunes, cuando Felipe afianzó que, a pretexto de rendir culto a la realidad, nadie debería aniquilar la consolación. Y quizá por reportarse Andrés a la franqueza con que el Maestro atendía a los más variados problemas de la vida, el Señor tomó la palabra y contó, atento:
 De votado jefe de familia que luchaba con bravura por juntar recursos con que pudiese sostener el barco doméstico, después de disfrutar de largo período de abundancia, se vio pobre y abandonado por los mejores amigos, de una semana para otra, en virtud de un enorme desastre comercial. El infeliz no supo aguantar el golpe que el mundo le diera en el espíritu y murió, después de algunos días, atormentado por innombrables sinsabores.
Entregue a sí misma, al pie de seis hijos jóvenes, la valerosa viuda enjugó el llanto y reunió los vástagos, alrededor de la vieja mesa que les quedaba, y verificó que los muchachos amargados parecían absolutamente vencidos por la tristeza y por el desánimo.
Cercada de tantas lamentaciones y lágrimas, la señora meditó, meditó... y, enseguida, se dirigió al interior de la casa, de dónde volvió abrazando una pequeña caja de madera, cuidadosamente cerrada, y habló a los muchachos con seguridad:
— “Mis hijos, no nos hallamos en tan grande miseria. En este cofre poseemos un valioso tesoro que el celo paternal les dejó. Es una fortuna capaz de hacer nuestra dicha general; sin embargo, los mayores depósitos del mundo desaparecen cuando no se alimentan en las fuentes del trabajo honesto y productivo. En verdad, nuestro ausente, cuando bajó al reposo, nos colocó en deudas pesadas; con todo, ¿no será justo el esfuerzo para rescatarlas con la preservación de nuestro precioso legado? Aprovechemos el tiempo, mejorando la propia suerte y, si concuerdan conmigo, abriremos la caja, más tarde, a menos que las exigencias del pan se hagan insuperables.”
Bella sonrisa de alegría y reconforto apareció en el semblante de todos.
Nadie discordó de la sugerencia materna.
Al día siguiente, los seis jóvenes se lanzaron valientemente al servicio de la tierra. Valiéndose de grande gleba alquilada, plantaron trigo, con inmenso desvelo, en valeroso trabajo de colaboración y, con tanta dedicación se comportaron que, terminados seis años, los deudas de la familia se hallaban liquidadas, una enorme propiedad rural fuera adquirida y el nombre del padre fue coronado, de nuevo, por el honor justo y por la fortuna próspera.
Cuando ya habían superado de mucho los bienes perdidos por el padre, se reunieron, cierta noche, con la madre, a fin de conocer el legado intacto.
La viejita trajo el cofre, con insuperable cariño, sonrió satisfecha y lo abrió sin mucho esfuerzo. Con asombro de los hijos, sin embargo, encontraron dentro del estuche solamente un viejo pergamino con las bellas palabras de Salomón:
 “El hijo sabio alegra a su padre, pero el hijo insensato es la tristeza de su madre. Los tesoros de la impiedad de nada aprovechan; sin embargo, la justicia nos libra de la muerte en el mal. El Señor no deja con hambre el alma del justo; sin embargo, recusa la hacienda de los impíos. Aquél que trabaja con mano engañosa, empobrece; pero, la mano de los diligentes enriquece para siempre”.
Los muchachos se miraron recíprocamente con júbilo indecible y agradecieron la inolvidable lección que el cariño materno les había dado.
Silenció el Maestro, bajo la expresión de contentamiento y curiosidad de los discípulos y, terminada la ligera pausa, terminó, sentencioso:
 ¿Quién clasificaría de engañadora y mentirosa esa gran mujer? Sea nuestro hablar “sí, sí” y “no, no” en las situaciones graves de la vida, pero nunca despreciemos la bendición del estímulo en las luchas edificantes de cada día. El brote tierno es la promesa del fruto. Con el pretexto de encender la luz de la verdad, que nadie destruya el candil de la esperanza.

viernes, 7 de febrero de 2014

EL AUXILIO MUTUO

Delante de los compañeros, Andrés leyó un expresivo trecho de Isaías y habló, conmovido, en cuanto a las necesidades de salvación.
Comentó Mateo los aspectos menos agradables del trabajo y Felipe opinó que es siempre muy difícil atender a la propia situación, cuando nos consagramos al socorro de los otros.
Jesús oía a los apóstoles en silencio y, cuando las discusiones, alrededor, disminuyeron, comentó, muy simple:
 En una zona montañosa, a través de una región desierta, caminaban dos viejos amigos, ambos enfermos, cada cual defendiéndose, cuanto posible, contra los golpes del aire helado, cuando fueron sorprendidos por un niño semimuerto, en la senda, a merced del ventarrón del invierno.
Uno de ellos fijó el singular hallazgo y clamó, irritado: — “No perderé tiempo. La hora exige cuidados para conmigo mismo. Sigamos adelante”.
El otro, sin embargo, más piadoso, consideró: “Amigo, salvemos al chiquito. Es nuestro hermano en humanidad”. “No puedo — dijo el compañero, endurecido —, me siento cansado y enfermo. Este desconocido sería un peso insoportable. Tenemos frío y tempestad. Precisamos llegar a la aldea más próxima sin pérdida de minutos”.
Y siguió adelante en largos pasos.
El viajero de buen sentimiento, sin embargo, se inclinó para el niño extendido, se demoró algunos minutos arrimándolo paternalmente al propio pecho y, apretándolo aún más, marchó adelante, aunque menos rápido.
La lluvia helada cayó, metódica, durante la noche, pero él, sosteniendo el valioso fardo, después de mucho tiempo alcanzó la hospedería del pueblo que buscaba. Con enorme sorpresa, sin embargo, no encontró ahí al colega que lo precediera. Solamente al otro día, después de minuciosa búsqueda, fue encontrado el infeliz viajero sin vida, en un rincón del camino inundado.
Siguiendo deprisa y a solas, con la idea egoísta de preservarse, no resistió a la ola de frío que se hiciera violenta y tumbó encharcado, sin recursos con que pudiese hacer frente al congelamiento, mientras que su compañero, recibiendo, en cambio, el suave calor del niño que sostenía junto a su propio corazón, superó los obstáculos de la noche frígida, librándose indemne de semejante desastre. Descubriera la sublimidad del auxilio mutuo... Ayudando al niño abandonado, ayudara a sí mismo. Avanzando con sacrificio para ser útil a otro, consiguiera triunfar de los percances de la senda, alcanzando las bendiciones de la salvación recíproca.
La historia sencilla dejara los discípulos sorprendidos y sensibilizados.
Tierna admiración translucía en los ojos húmedos de las mujeres humildes que acompañaban la reunión, mientras que los hombres se miraban recíprocamente, espantados.
Fue entonces que Jesús, después de un corto silencio, concluyó expresivamente:
— Los más elocuentes y exactos testigos de un hombre, delante del Padre Supremo, son sus obras. Aquellos que amparamos constituyen nuestro sustentáculo. El corazón que auxiliamos se convertirá ahora o más tarde en recurso a nuestro favor. Nadie lo dude.
Un hombre solito es simplemente un adorno vivo de la soledad, pero aquel que coopera en beneficio del prójimo es acreedor del auxilio común. Ayudando, seremos ayudados. Dando, recibiremos: ésta es la Ley Divina.