miércoles, 25 de abril de 2012

MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO

INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
UN REINADO TERRESTRE
8. ¿Quién mejor que yo puede comprender la verdad de estas palabras de Nuestro Señor: Mi reino no es de este mundo? El orgullo me perdió en la Tierra. ¿Quién comprendería la insignificancia de los reinos de este mundo, si yo no los comprendiese? ¿Qué pude traer de mi realeza terrestre? Nada, absolutamente nada; y para que la lección fuese más terrible, y ni siquiera lo conservé hasta la tumba! Reina fui entre los hombres, humillación cuando en vez de ser recibida allí como soberana, vi sobre mí, y mucho más alto, hombres a quienes creía muy pequeños y que desprecié porque no eran de sangre noble! ¡Oh! ¡Entonces comprendí la esterilidad de los honores y de las grandezas que con tanta avidez se buscan en la Tierra! Para prepararse un lugar en este reino, es necesario la abnegación, la humildad, la caridad en toda su celeste práctica, la benevolencia para todos; no se os pregunta lo que fuisteis, que posición ocupasteis, sino el bien que habéis hecho, las lágrimas que habéis enjugado. ¡Oh! ¡Jesús! Dijiste que tu reino no era de este mundo, porque es preciso sufrir para alcanzar el cielo, y los escalones del trono no nos aproximan a él; son los caminos más penosos de la vida los que conducen a él; procurad, pues, su camino a través de las zarzas y espinas, y no entre las flores. Los hombres corren tras los bienes terrestres, como si debiesen conservarlos siempre; pero aquí ya no hay ilusión; pronto perciben que no se asieron sino a una sombra y despreciaron los únicos bienes sólidos y durables, los únicos provechosos en la morada celeste, los únicos que pueden darle acceso a ella. Tened piedad de aquellos que no ganaron el reino de los cielos; ayudadles con vuestras oraciones, porque la oración aproxima el hombre al Altísimo; es el eslabón que une el cielo a la Tierra; no lo olvidéis. (una  reina  de  Francia.. Texto recogido del Evangelio Según los Espíritus.

viernes, 20 de abril de 2012

LEY DE LIBERTAD

En el pensamiento goza el hombre de ilimitada libertad, pues no hay
como ponerle trabas. Puede detenerse su vuelo, pero no aniquilarlo. Obligar a los hombres a proceder en desacuerdo con su modo de pensar es convertirlos en hipócritas. La libertad de conciencia es uno de los caracteres de la verdadera civilización y del progreso
Un pueblo sólo es verdaderamente libre, digno de libertad, si aprendió a
obedecer la ley interna, ley moral, eterna y universal, que no emana del poder de una
casta ni de la voluntad de las multitudes, sino de libertad de pensamiento.
LIBERTAD DE PENSAR Y DE CONCIENCIA
La libertad de pensamiento, así como la de obrar, constituyen atributos esenciales
del Espíritu, otorgados por Dios al crearlo.
La libertad de pensar es siempre ilimitada, porque nadie puede dominar el
pensamiento ajeno o aprisionarlo. De esta forma enseñan los Espíritus al responder a la
pregunta 833 de «El Libro de los Espíritus», aclarando que en el pensamiento goza el
hombre de ilimitada libertad, pues no hay cómo ponerle trabas. Puede detenerse su
vuelo, pero no aniquilarlo. A lo sumo, debido a la inferioridad e imperfección de
nuestra civilización, se intenta contener la manifestación exterior del pensamiento, o sea,
la libertad de expresión.
Si hay algo que escapa a toda opresión, es la libertad de pensamiento. Sólo por ella
el hombre puede gozar de la libertad absoluta. Nadie consigue aprisionar el pensamiento
de otro, a pesar de que pueda obstaculizar su libertad de expresarlo.
Por acción de la ley del progreso, la libertad, en todas sus modalidades, evoluciona,
especialmente la libertad de pensar, pues actualmente no vivimos ya en la época de
creer o morir, como acontecía en los tiempos de la inquisición o santo oficio.
En verdad, de un siglo para otro, menos dificultades encuentra el hombre para
pensar sin impedimento y a cada generación que surge, más amplias son las garantías
individuales en lo que atañe a la inviolabilidad del fuero íntimo.
Evidentemente, es la libertad de pensar y la de obrar, porque mientras la
primera se ejerce con mayor amplitud, sin barreras, la última padece enormes y profundas
limitaciones. A pesar de que la libertad de pensar sea ilimitada, depende del grado evolutivo de
cada Espíritu, en su capacidad de irradiación y discernimiento. A medida que un Espíritu
progresa, se le desarrolla el sentido de responsabilidad sobre sus actos y pensamientos.
Cualquier restricción ejercida sobre la libertad de una persona es señal de atraso
espiritual. Constreñir a los hombres a proceder en desacuerdo con su modo de
pensar, es transformarlos en hipócritas. La libertad de conciencia es uno de los caracteres
de la verdadera civilización y del progreso.
A toda criatura le es concedida la libertad de pensar, hablar y obrar, siempre que
esa concesión sobreentienda el respeto a los derechos semejantes del prójimo.
Cuando el uso de la facultad libre engendra sufrimiento y coerción para otro, se
incurre en un crimen que puede acarrear el cercenamiento de aquel derecho, ya sea por
parte de las leyes humanas y sin duda alguna a través de la Justicia Divina.
Gracias a eso el límite de la libertad se encuentra escrito en la conciencia de cada
persona, que crea para sí misma la cárcel de sombra y de dolor – la prisión sin rejas en la
que purgará más tarde, mediante la imperiosa reencarnación – o las alas de luz para la
perenne armonía.
El límite de nuestra libertad está establecido, por lo tanto, donde comienza la del
prójimo. En todas las relaciones sociales, en las relaciones con nuestros semejantes,
es preciso que recordemos constantemente lo que sigue: Los hombre son viajeros que
marchan, ocupando puntos diversos en la escala de la evolución, por la cual todos subimos.
Por consiguiente, nada debemos exigir, nada debemos esperar de ellos que no esté en
relación con su grado de adelantamiento.
Por lo tanto, el Espíritu sólo está verdaderamente preparado para la libertad el
día en que las leyes universales, externas a él, se trasformen en internas y conscientes,
por el propio hecho de su evolución. El día en que esté compenetrado de la ley y haga de
ella la norma de sus acciones, habrá alcanzado el punto moral en que el hombre es
dueño, domina y gobierna a sí mismo.
De ahí en adelante ya no necesitará de obligación o autoridades sociales para
corregirse. Y se da con la colectividad lo que se da con el individuo. Un pueblo sólo es
verdaderamente libre, digno de libertad, si aprendió a obedecer la ley interna, ley moral,
eterna y universal, que no emana del poder de una casta ni de la voluntad de las multitudes,
sino de un Poder más alto. Sin la disciplina moral que cada cual debe imponerse a sí
mismo, las libertades no son más que un logro; se tiene la apariencia pero no las costumbres
de un pueblo libre.
Todo lo que se eleva hacia la luz se eleva hacia la libertad.
documentaciín recogida del libro de los espiritus de Allan Kardec.

lunes, 9 de abril de 2012

EL MIEDO A LA MUERTE

CAUSAS QUE MOTIVAN EL MIEDO A LA MUERTE
El hombre cualquiera sea su grado de adelanto, aun en estado
salvaje, posee el sentimiento innato del futuro. Su intuición le dice que la muerte no es el fin y que aquellos que nos han dejado no están irremediablemente perdidos para él. La creencia en el porvenir es intuitiva y muchísimo más generalizada que la del nihilismo. ¿Por qué motivo, entonces, quienes creen en la inmortalidad del alma están tan apegados a las cosas terrenales y temen tanto a la muerte?
El miedo a la muerte es un efecto de la sabiduría de la providencia y una consecuencia del instinto de conservación, inherente a todos los seres vivos. Este temor es necesario en tanto el hombre no comprenda con absoluta claridad las condiciones de su vida futura y ellos le sirva para refrenar el impulso que, de no ser controlado, lo llevaría a dejar la vida terrestre prematuramente y a descuidar el trabajo que debe realizar en la. Tierra para su propio adelanto. Por esta razón el porvenir es para los seres primitivos una vaga intuición, más tarde una esperanza y luego una certeza, aunque siempre equilibrada por un secreto apego a la vida corporal. A medida que el hombre comprende mejor la vida futura, el temor a la muerte decrece, pero al mismo tiempo, al comprender más cabalmente su misión en la tierra, espera su fin con más calma y resignación y sin temores. La certeza en el porvenir imprime un curso distinto a sus ideas, una finalidad diferente a su labor. Antes de tener esa certeza, trabajaba con la vista exclusivamente puesta en el momento presente: al adquirirla, su trabajo mira hacia el futuro pero sin descuidar el presente, ya que no ignora que su porvenir depende de la dirección que tome su presente. La seguridad de volver a encontrar a sus amigos después de morir, certeza de poder retomar las relaciones interrumpidas, el hecho de saber que el fruto de sus esfuerzos le valdrá y que cuando haya logrado en inteligencia y perfección no estará perdido todo ello le otorga paciencia para saber esperar y valor para soportar las fatigas momentáneas de esta vida terrenal. La solidaridad que ve establecerse entre los muertos y los vivos le hace reflexionar acerca de la que debe exirtir entre los vivos, la fraternidad adquiere valor ante sus ojos y la caridad se convierte en una meta presente y futura. Para liberarse del temor a la muerte, hay que poderla entender a ésta como es realmente, es decir penetrar con el pensamiento en el. Mundo Espiritual y abarcarlo de la manera más completa. Tal actitud denota un cierto grado de adelanto espiritual y una derterminada aptitud para desembarazarse de la materia; quienes no tienen un progreso suficiente, seguirán prefiriendo la vida material a la espiritual, el hombre que sólo ve lo exterior, cree ver vida únicamente en el cuerpo mas la verdadera vida está en el alma, al morir el cuerpo ante sus ojos todo está perdido, y entonces se desespera. Si en lugar de concentrar su pensamiento sobre el vestido exterior lo fijase en el origen de la vida, en el alma, que es el ser real que sobrevive a todo, se dolería menos de su cuerpo, origen de tantas miserias y dolores. Pero para esto se necesita una fuerza que el espíritu sólo adquiere con la madurez. El temor a la muerte procede, pues, de la insuficiencia de las nociones de la vida futura, pero manifiesta la necesidad de vivir, y el miedo de que la destrucción del cuerpo sea el fin de todo está provocado por el secreto deseo de la supervivencia del alma, todavía semioculta por la incertidumbre.
El temor se debilita a medida que la certeza se forma, y desaparece cuando la certidumbre es completa. He aquí el lado providencial de la cuestión. Era prudente no deslumbrar al hombre cuya razón no era todavía lo bastante fuerte para soportar la perspectiva, demasiado positiva y seductora, de un porvenir que le habría hecho descuidar el presente, necesario a su adelantamiento material e intelectual. Este estado de cosas es mantenido y continuado por causas puramente humanas, que desaparecerán con el progreso. La primera es el aspecto bajo el cual está representada la vida futura, aspecto que bastaría a inteligencias poco adelantadas, pero que no puede satisfacer las exigencias de la razón de hombres que reflexionan. Luego, refieren estos, si se nos presentan como verdades absolutas principios contradictorios por la lógica y los datos positivos de la ciencia, es que no son tales verdades. De aquí, en algunos, la incredulidad, y en muchos, una creencia mezclada con la duda. La vida futura es para ellos una idea vaga, una probabilidad más que una certidumbre absoluta. Creen en ella, quisieran que así fuese, pero a pesar suyo dicen: “Sin embargo, ¿y si no fuese así? El presente es positivo, ocupémonos de él por de pronto, el porvenir vendrá por añadidura.” Y después, dicen: “¿Qué es en definitiva el alma? ¿Es un punto, un átomo, una chispa, una llama? ¿Cómo siente, cómo ve, cómo percibe?” El alma no es para ellos una realidad efectiva, sino una abstracción. Los seres que les son amados, reducidos al estado de átomos en su pensamiento, están, por decirlo así, perdidos para ellos, y no tienen ya a sus ojos las cualidades que los hacían amar. No comprenden ni el amor de una chispa, ni el que se puede tener por ella, y están medianamente satisfechos de ser transformados en nómadas. De aquí el regreso al positivismo de la vida terrestre, que tiene algo de más sustancial. El número de los que están dominados por estos pensamientos es considerable.
Otra razón que une a los asuntos de la materia a los que creen más firmemente en la vida futura es la impresión que conservan de la enseñanza que se les dio en la niñez. El cuadro que de ella hace la religión no es, hay que convenir en ello, ni muy seductor, ni
muy consolador. Por un lado se ven las contorsiones de los condenados, que expían en los
tormentos y llamas sin fin sus errores de un momento, para quienes los siglos suceden a los siglos sin esperanza de alivio ni de piedad. Y lo que es todavía más despiadado para ellos, el arrepentimiento es ineficaz. Por otro lado, las almas lánguidas y atormentadas en el purgatorio esperan su libertad del buen querer de los vivos que rueguen o hagan rogar por ellas y no de sus esfuerzos para progresar. Estas dos categorías componen la inmensa mayoría de la población del otro mundo. Por encima se mece la muy reducida de los elegidos, gozando, durante la eternidad, de una beatitud contemplativa. Esta eterna inutilidad, preferible sin duda al no ser, no deja de ser, sin embargo, una fastidiosa monotonía. Así se ven, en las pinturas que representan los bienaventurados, figuras angelicales, pero que más manifiestan hastío que verdadera dicha. Este estado no satisface ni las aspiraciones, ni la idea instintiva del progreso que sólo parece ser compatible con la felicidad absoluta. Cuesta esfuerzo concebir que el salvaje ignorante, con inteligencia obtusa, por la sola razón de que fue bautizado, esté al nivel de aquel que llegó al más alto grado de la ciencia y de la moralidad práctica, después de largos años de trabajo. Es todavía más inconcebible que un niño muerto en muy tierna edad, antes de tener la conciencia de sí mismo y de sus actos, goce de iguales privilegios, por el solo hecho de una ceremonia en la que su voluntad no tiene participación alguna. Estos pensamientos no dejan de conmover a los más fervientes, por poco que reflexionen. El trabajo progresivo que se hace sobre la Tierra, no siendo tomado en cuenta para ladicha futura; la facilidad con que cree adquirir esa dicha mediante algunas prácticas exteriores; la posibilidad también de comprarla con dinero, sin reformar seriamente el carácter y las costumbres, dejan a los goces mundanos todo su valor. Más de un creyente manifiesta en su fuero interno que, puesto que su porvenir está garantizado con el cumplimiento de ciertas fórmulas, o por legados póstumos que de nada le privan, sería superfluo imponerse sacrificios a una privación cualquiera en provecho de otro, desde el momento en que podemos salvarnos trabajando cada uno para sí. Seguramente no piensan así todos, porque hay grandes y honrosas excepciones. Pero hay que convenir en que aquél es el pensamiento del mayor número, sobre todo de las masas poco instruidas, y que la idea que se tiene de las condiciones para ser feliz en el otro mundo desarrolla el apego a los bienes de éste, cuyo resultado es el egoísmo. Añadamos a lo citado que todo, en las costumbres, contribuye a mantener la afición a la vida terrestre y temer el tránsito de la tierra al cielo. La muerte sólo está rodeada de ceremonias lúgubres que más bien horrorizan sin que promuevan la esperanza.
Si se representa la muerte es siempre bajo un aspecto lúgubre, nunca como un sueño de transición. Todos esos emblemas representan la destrucción del cuerpo, lo muestran horrible y
descarnado, ninguno simboliza el alma desprendiéndose radiante de sus lazos terrenales. La salida para ese mundo más feliz únicamente está acompañada de las lamentaciones de los sobrevivientes, como si les sobreviniese la mayor desgracia a los que se van. Se les da un eterno adiós, como si nunca se les hubiera de volver a ver. Lo que se siente por ellos son los goces de la tierra, como si no debieran encontrar otros mayores. ¡Qué desgracia, se comenta, morir cuando se es joven, rico, feliz y se tiene ante sí un brillante porvenir! La idea de una situación más dichosa apenas se ofrece al pensamiento, porque no tiene en él raíces. Todo concurre, pues, a inspirar el espanto de la muerte en lugar de originar la esperanza. El hombre tardará mucho tiempo, sin duda, en deshacerse de las preocupaciones. Pero lo logrará a medida que su fe se consolide, y se forme una idea sana de la vida espiritual.
La creencia vulgar coloca, además, a las almas en regiones apenas accesibles al
pensamiento, en las que vienen a ser, en cierto modo, extrañas para los sobrevivientes: la iglesia
misma pone entre ellas y estos últimos una barrera insuperable. Declara rotas todas las relaciones, e imposible toda comunicación. Si están en el infierno, no hay esperanza de poder volver a verlas, a no ser que uno mismo vaya. Si están entre los elegidos, la beatitud contemplativa las absorbe eternamente. Todo esto establece entre los muertos y los vivos tal distancia, que se considera la separación como eterna. Por esto se prefiere tener cerca de sí, sufriendo en la Tierra, los seres a quienes se ama, a verlos partir, aunque sea para el cielo. Además, el alma que está en el cielo, ¿es realmente feliz al ver, por ejemplo, a su hijo, su padre, su madre o sus amigos, sufriendo en el fuego eterno?
documentación recogida del libro el cielo y el infierno o la justicia divina segun el espiritismo, de Allan Kardec..

viernes, 6 de abril de 2012

EXAMINÉMONOS A NOSOTROS MISMOS

El deber del espírita-cristiano es el de tornarse progresivamente mejor. Es útil, por eso, verificar periódicamente, mediante un riguroso examen personal, el estado
cierto de nuestra condiciones íntimas.
El espírita que no progresa en un lapso de 3 años sucesivos permanece en un estado
estacionario.
Analiza tu paciencia: ¿Estás más sereno, afable y comprensivo?
Inquiere sobre tus relaciones de orden hogareño: ¿Conquistaste el más alto clima de paz en
tu propia casa?
Investiga las actividades que te competen en el templo doctrinario: ¿Colaboras con más
entusiasmo en la obra del Señor?
Obsérvate en las manifestaciones frente a los amigos: ¿Llevas el Evangelio más vivo en tus
actitudes?
Reflexiona sobre tu capacidad de sacrificio: ¿Notas en ti una mayor disposición de servir
voluntariamente?
Pesquisa vuestro propio desapego: ¿Te sientes liberado del ansia de posesiones e influencias
terrenas?
¿Usas con mayor frecuencia los pronombres “nosotros”, “nuestro” y “nuestra” y menos los
singulares “yo”, “mío” y “mía”?
Tus momentos de tristeza o de cólera reprimida, que en oportunidades sólo tú conoces, ¿son
en la actualidad más raros?
¿Disminuyeron los pequeños remordimientos ocultos en lo profundo de tu alma?
¿Superaste antiguos desafectos y aversiones?
¿Corregiste los lapsos crónicos de desatención y negligencia?
¿Estudias más atentamente la doctrina que profesas?
¿Comprendes mejor la función creadora del dolor?
¿Cultivas todavía alguna discreta enemistad?
¿Auxilias a los necesitados con más abnegación?
¿Oras, realmente?
¿Tus ideas evolucionan?
¿Tu fe razonada se consolidó más segura?
¿Tienes la palabra más indulgente, los brazos más activos y las manos más dispuestas a
proteger?
Evangelio es alegría en el corazón: ¿Estás, efectivamente, más alegre y feliz íntimamente en
estos 3 últimos años?
¡Todo marcha! ¡Todo evoluciona! ¡Brindemos nuestro rendimiento individual a la obra de
Cristo!
Valora la existencia hoy, espontáneamente, viviendo en paz, para que no te veas en la
obligación de valorarla mañana bajo el impacto del dolor.
¡No te engañes! Un día que se fue es una cuota más de responsabilidad, un paso más, rumbo
a la Vida Espiritual, una oportunidad más aprovechada o perdida.
Interroga a la conciencia en cuanto al aprovechamiento de tu tiempo, de tu salud y a las
oportunidades de hacer el bien que dispones en la vida diaria.
Haz esto ahora, mientas tienes la posibilidad de reconsiderar tu orientación corrigiendo los
engaños con facilidad, pues cuando vengas para este lado ya será más difícil...
André Luiz
(Texto sacado del libro Opinión Espírita por Francisco Cándido Xavier y Waldo Vieira