martes, 25 de octubre de 2011

CREACIÓN

10. Dios es el Creador de todas las cosas<. Esta proposición es consecuencia de la prueba de la existencia de Dios. 11. El origen de estas cosas está en los secretos de Dios.
Todo enseña que Dios es el autor de todas las cosas, pero, ¿cómo y cundo
las ha creado? ¿La materia es eterna como El? He aquí lo que ignoramos. Sobre
todo lo que Dios no ha creído conveniente revelarnos, solo pueden inventarse
sistemas más o menos ciertos. De los efectos que tocamos, podemos remontarnos
hasta ciertas causas, pero hay una valla imposible de franquear y es perder el
tiempo y muy expuesto a extraviarse el querer ir mas allá.
12. Para proceder a la indagación de lo desconocido, el hombre tiene por guía
los atributos de Dios
.
Para indagar los misterios que nos es permitido conocer por medio del
raciocinio, tiene el hombre un criterio seguro, un guía infalible y este es los
atributos de Dios. Admitiéndose que Dios debe ser eterno, inmutable, inmaterial,
único, omnipotente y soberanamente justo y bueno, es infinito en sus
perfecciones, toda doctrina o teoría, ya sea científica o religiosa, que tienda a
quitarle una parte, por pequeña que sea, de cualquiera de sus atributos, es
necesariamente falsa, porque tiende a la negación de la misma Divinidad.
13. Los mundos materiales han tenido un principio y tendrán un fin.
Que la materia sea eterna como Dios, o bien que haya sido creada en una
poca cualquiera, resulta siempre, por lo que vemos todos los días, que las
transformaciones de la materia son temporales y que de estas transformaciones
resultan los diferentes cuerpos que aparecen y se destruyen sin cesar.
Siendo los diferentes mundos productos de la aglomeración y transformación
de la materia, al igual que todos los cuerpos materiales deben haber tenido un
principio y tener un fin, obedeciendo a leyes que nos son desconocidas. La ciencia
puede, hasta cierto punto, establecer las leyes de su formación y remontarse hasta
la averiguación de su estado primitivo, y cualquiera teoría filosófica en
contradicción con los hechos demostrados por la ciencia, es de todo punto falsa, a
no ser que pruebe que la ciencia marcha por el error.
14. Al crear los mundos materiales, Dios creó también seres inteligentes que
llamamos Espíritus.

15. El origen y modo de creación de los Espíritus nos es desconocido. para su perfeccionamiento, siendo esto uno de

Solo sabemos que han sido creados simples e ignorantes, es decir, sin
ciencia ni conocimiento del bien ni del mal, pero perfeccionables y con aptitud
idéntica para ser conocedores de todo con el tiempo. Al principio, están como en
una especie de infancia, sin voluntad ni conciencia completa de su existencia.
16. A medida que el Espíritu adelanta en su destino, las ideas se desarrollan
en él lo mismo que en el niño, y con las ideas, el libre albedrío, esto es, la libertad
de obrar y seguir tal o cual camino los esenciales atributos del Espíritu.
17. El objeto final de todos los Espíritus es de llegar a la perfección de que
son susceptibles, siendo el resultado de este perfeccionamiento el gozar de la
suprema dicha, a la que llegan más o menos pronto, según sea el uso que hacen
de su libre albedrío.
18. Los Espíritus son los agentes del poder divino y constituyen la fuerza
inteligente de la naturaleza, concurriendo al cumplimiento de los deseos del
Creador para sostener la armonía general del universo y las leyes inmutables de la
creación.
19. Para intervenir como agentes del poder divino en la obra de los mundos
materiales, los Espíritus se revisten temporalmente de un cuerpo material. Los
Espíritus encarnados constituyen lo que se llama humanidad, pues que el alma del
hombre no es otra cosa que un Espíritu encarnado.
20. La vida espiritual es la normal y eterna del Espíritu; la corporal es
transitoria y pasajera, es un momento en la eternidad
.
21. La encarnación de los Espíritus esta en las leyes de la naturaleza, es
precisa para su perfeccionamiento y también para cumplir los destinos de Dios. Por
medio del trabajo que necesite la existencia corporal del Espíritu, perfecciona éste
su inteligencia, y adquiere, observando la ley de Dios, los meritos que deben
conducirle a la dicha eterna; resultando de esto que al paso que concurren a la
obra general de la creación, los Espíritus trabajan en su propio perfeccionamiento y
provecho.
22. El -perfeccionamiento del Espíritu es el fruto de su trabajo, y adelanta en
razón de su actividad o buena voluntad para obtener las cualidades que le faltan
.
23. No siendo posible al Espíritu obtener en una sola existencia corporal todas
las cualidades morales e intelectuales que le son precisas para llegar a su objeto
final, logra esto por medio de una serie de existencias, en cada una de las cuales
adelanta más en la vía del progreso y se purifica de alguna de sus imperfecciones.
24. A cada nueva existencia, el Espíritu lleva consigo el caudal de inteligencia
y moralidad que adquirió en sus existencias anteriores, lo mismo que los gérmenes
de las imperfecciones de que no se ha despojado todavía.
25. Cuando una existencia ha sido mal empleada por el Espíritu, es decir, que
no ha hecho ningún progreso en la vía del bien, no le sirve de provecho alguno y
debe empezarla de nuevo en condiciones más o menos penosas en razón de su
inteligencia o mala voluntad.
26. Debiendo, el Espíritu, a cada existencia corporal, adquirir algo bueno y
despojarse de algo malo, resulta que al cabo de cierto número de existencias, se
encuentra llegado al estado de Espíritu puro.
27. El número de existencias corporales es indeterminado, pero depende de
la voluntad del Espíritu el abreviarlas, trabajando activamente en su
perfeccionamiento moral.
28. En el intervalo de las existencias corporales el Espíritu está "errante" y
vive la vida espiritual, no teniendo la erraticidad duración determinada.
29. Cuando los Espíritus han adquirido en un mundo cualquiera la suma de
progresos que el estado de este mundo permite, lo abandonan para encarnarse en
otro mas adelantado, donde adquieren nuevos conocimientos, y así sucesivamente
hasta que no siéndoles necesaria la encarnación en un cuerpo material, viven
exclusivamente de la vida espiritual, no dejando por eso de progresar, si bien en
otro sentido y por otros medios. Llegados a la cumbre del progreso, gozan de la
suprema felicidad y son admitidos en los consejos del Todopoderoso, saben sus
pensamientos y son sus mensajeros y ministres directos para el gobierno de los
mundos, teniendo a sus órdenes los demás Espíritus, en diferentes grados de
perfeccionamiento.

jueves, 20 de octubre de 2011

EL INFIERNO

Intuición de las penas futuras
1. En todos los tiempos el hombre ha creído, por intuición, que la vida futura debía ser
dichosa o desgraciada, en proporción al bien o al mal que hizo en la Tierra. La idea o cuadro que de ella se forma está en relación con el desarrollo de su sentido moral y de las nociones más o menos exactas que tiene del bien y del mal; las penas y los premios son el reflejo de los instintos
predominantes. Así es que los pueblos guerreros colocan la suprema felicidad en los honores
tributados al valor; los pueblos cazadores, en la abundancia de la caza; los pueblos sensuales, en las delicias de la voluptuosidad. Mientras el hombre está dominado por la materia, sólo puede
comprender de una manera imperfecta la espiritualidad, y por eso se crea, de las penas y goces
futuros, un cuadro más material. Se figura que debe uno beber y comer en el otro mundo, pero
mejor que la Tierra y cosas mejores. Más tarde se encuentra en las creencias respecto al porvenir una mezcla de espiritualidad y de materialidad, y por eso es que al lado de la beatitud
contemplativa, se coloca un infierno con tormentos físicos.
1. Un subyugado, a quien el cura de su aldea pintaba la vida futura de un modo seductor y atractivo, le preguntó si allí todo el mundo comía pan blanco como en París.
2. Al no poder comprender más que lo que vio, el hombre primitivo calcó naturalmente su
porvenir en el presente. Para comprender otros tipos distintos de los que tenía a la vista, necesitaba de un desarrollo intelectual que debía conseguirse con el tiempo. Por tanto, el cuadro que se imagina de los castigos de la vida futura no es más que el reflejo de los males de la Humanidad, pero en mayor extensión. Reúne en él todos los tormentos, todos los suplicios, todas las aflicciones que sufren en la Tierra. De este modo, en los climas abrasadores, imaginó un infierno de fuego, y en las regiones boreales, un infierno de hielo. No habiendo desarrollado todavía el sentido que debía hacerle comprender el mundo espiritual, sólo podía concebir penas materiales. He aquí la razón por la que, con algunas diferencias en la forma, el infierno de todas las religiones se asemeja.
El infierno cristiano imitado del infierno pagano
3. El infierno de los paganos, descrito y dramatizado por los poetas, ha sido el modelo más
grandioso en su género. Se ha perpetuado en el de los cristianos, el cual también tuvo sus cantores poéticos. Comparándolos se encuentra en ellos, salvo los nombres y algunas variaciones en los detalles, numerosas analogías: en uno y en otro el fuego material es la base de los tormentos, porque simboliza los más crueles padecimientos. Pero, ¡cosa extraña!, los cristianos, en muchos puntos, han sobrepujado al infierno de los paganos. Si estos últimos tenían en el suyo el tonel de las Danaides, la rueda de Ixan, la roca de Sísifo, eran suplicios individuales, pero el infierno cristiano tiene, para todos, sus calderas hirviendo, cuyas coberturas levantan los ángeles para ver las contorsiones de los condenados,2 y Dios oye sin piedad los gemidos de éstos durante la eternidad. Jamás dijeron los paganos que los moradores de los Campos Elíseos recreasen su vista con los suplicios tártaros.
sermón predicado en Montpellíer en 1860
con los suplicios del Tártaro.
3. “Los bienaventurados, sin salir del lugar que ocupaban, saldrán de cierto modo, en virtud de su don de inteligencia y de clarividencia, a fin de contemplar los tormentos de los condenados. Y viéndoles, no sólo no sentirán ningún dolor, sino que les enajerará la alegría, y darán gracias a Dios de su propia dicha asistiendo a la inefable calamidad de los impíos” (Santo Tomás de Aquino).
4. Como los paganos, los cristianos tienen su Rey de los infiernos, que es Satanás, con la
diferencia que Plutón se limitaba a gobernar el sombrío Imperio que le toco en suerte, pero no era malo: guardaba allí detenidos a los que habían obrado mal, porque era su misión, pero no se
ocupaba en inducir a los hombres al mal para darse el placer de hacerles sufrir, mientras que
Satanás busca en todas partes víctimas, que se complace en atormentar por sus legiones de
demonios armados de garfios para removerlos en el fuego. Se ha llegado incluso a discutir
seriamente sobre la naturaleza de este fuego que quema sin cesar a los condenados, sin consumirles jamás; se ha dicho si era o no un fuego de alquitrán. El infierno cristiano no es, pues, inferior en nada al infierno paganos.
Sermón predicado en París en 1861.
5. Las mismas consideraciones que movieron a los antiguos a localizar la mansión de la felicidad,
hicieron circunscribir también el lugar de los suplicios. Habiendo los hombres colocado la primera
en las regiones superiores, era natural colocar la segunda en las regiones inferiores, es decir, en el
centro de la Tierra, cuya entrada creían eran algunas cuevas sombrías y de aspecto terrible.
También allí los cristianos colocaron, durante largo tiempo, el lugar de los réprobos. Notemos
todavía sobre este asunto otra analogía.
El infierno de los paganos contenía, en un lado, los Campos Elíseos, y en el otro, el Tártaro.
El Olimpo, mansión de los dioses y de los hombres divinizados, estaba en las regiones superiores.
Según el Evangelio, Jesús descendió a los infiernos, es decir, a los lugares bajos, para sacar de allí
a las almas justas que esperaban su venida.
Los infiernos no eran, pues, únicamente un lugar de suplicios, lo mismo que los de los
paganos estaban en los lugares bajos. Así como el Olimpo, la mansión de los ángeles y de los
santos, estaba en las regiones elevadas, la habían colocado más allá del cielo de las estrellas, que se creía era limitado.
6. Esa mezcla de ideas paganas y de ideas cristianas no debe extrañarse. Jesús no podía
inmediatamente destruir creencias arraigadas. Los hombres carecían de los conocimientos
necesarios para concebir el infierno del espacio y el número infinito de mundos. La Tierra era para ellos el centro del Universo. No conocían ni su forma, ni su estructura interior. Todo para ellos estaba limitado a su punto de vista. Sus nociones sobre el porvenir no podían extenderse más allá de sus conocimientos. Jesús se encontraba, pues, en la imposibilidad de iniciarlos en el verdadero estado de las cosas. Pero, por otro lado, no queriendo con su autoridad sancionar preocupaciones admitidas, se abstuvo de ocuparse en ellas, dejando al tiempo el cuidado de rectificar las ideas. Se ciñó a hablar vagamente de la vida bienaventurada y de los castigos que sufrirán los culpables, pero en ninguna parte de sus enseñanzas se encuentra el cuadro de los suplicios corporales, hecho artículo de fe por los cristianos.
He aquí como las ideas del infierno pagano se han perpetuado hasta nuestros días. Ha sido
necesaria la difusión de los conocimientos de los tiempos modernos y del desarrollo general de la
inteligencia humana para condenarlas. Pero entonces, como nada positivo había suscitado a las
ideas admitidas, al largo período de una creencia ciega sucedió, como transición, el período de
incredulidad, al cual la nueva revelación viene a poner término. Era preciso demoler antes de
reconstruir, porque es más fácil hacer admitir ideas justas a aquellos que en nada creen, porque ven que les falta algo, que no a los que tienen una fe robusta en lo que es absurdo.
7. Por la localización del cielo y del infierno, las sectas cristianas han venido a admitir para
las almas sólo dos situaciones extremas: la perfecta dicha y el padecimiento absoluto. El purgatorio sólo es una posición intermedia momentánea, al salir de la cual pasan sin transición a la mansión de los bienaventurados. No podría ser de otro modo, según la creencia en la suerte definitiva de las almas después de la muerte. Si sólo hay dos mansiones, la de los elegidos y la de los réprobos, no se pueden admitir varios grados en una sin admitir la posibilidad de alcanzarlos, y por consiguiente, el progreso. Pues si hay progreso, no hay suerte definitiva y, si hay suerte definitiva, no hay progreso.
Jesús resuelve el problema cuando dice: “En la mansión de mi Padre hay muchas moradas.”
5. El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III.

lunes, 10 de octubre de 2011

EL HOMBRE DE BIEN

El verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de justicia, amor y caridad, en
su mayor pureza. Si interroga su conciencia sobre los actos practicados, se preguntará
si no transgredió esa ley, si no hizo mal, si realizó todo el bien que podía, si nadie tiene
algún motivo para quejarse de él, en fin, si hizo por los otros lo que desearía que
hiciesen por él. Poseído por el sentimiento de caridad y de amor al prójimo, hace el bien
por el bien mismo, sin esperar ninguna recompensa, y sacrifica siempre sus intereses en
favor de la justicia. Es bondadoso, humanitario y benevolente con todos, porque ve a los
hombres como hermanos, sin distinción de razas, ni de creencias. Si Dios le otorgó el
poder y la riqueza, las considera como un depósito que le compete utilizar para el bien.
No se envanece de ellas porque sabe que Dios, que fue quien se las dio, también puede
quitárselas. Si el orden social puso a otros hombres bajo su dependencia, los trata con
bondad y benevolencia, porque son sus iguales ante Dios. Utiliza la autoridad que posee
para elevar la moral de esos hombres, y no para oprimirlos con su orgullo. Es indulgente
con las flaquezas ajenas, porque sabe que también precisa de la indulgencia de los
otros, y tiene bien en cuenta aquellas palabras de Cristo: “El que de vosotros esté sin
pecado, que arroje la primera piedra”. No es vengativo. Siguiendo el ejemplo de Jesús,
perdona y olvida las ofensas, y sólo recuerda los beneficios, porque no ignora que, así
como haya perdonado, será perdonado a su vez. Respeta, en fin, en sus semejantes,
todos los derechos que las leyes de la Naturaleza les conceden, así como quiere que se
respeten en él esos mismos derechos. Allan Kardec: El Libro de los Espíritus: Pregunta
918. ¿Por qué signos se puede reconocer en un hombre el progreso real que debe elevar a su Espiritu en la jerarquía espírita?El Espíritismo prueba su elevación cuando todos los actos de su vida material ponen en prácticala ley de Dios y cuando comprenden por adelantado la vida espiritual.
El verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de justicia, amor y caridad en su mayor pureza Si interroga a su conciencia acerca de las acciones que ejecuta, se preguntará si no ha violado esa ley:si no hizo mal: si ha realizado todo el bien que pudo; si nadie tuvo que quejarse de el; en suma, si ha hecho a los demas cuanto hubiera querido que se hiciese con el:esta es la contestación del libro de los espiritus
En consonancia con las enseñanzas de la Doctrina Espírita, el Espíritu
demuestra su elevación, cuando todos los actos de su vida corporal evidencian la práctica
de la ley de Dios y cuando comprende anticipadamente la vida espiritual. Un Espíritu en
esas condiciones morales, cuando está encarnado, se convierte en el prototipo del hombre
de bien. Se puede decir, que el verdadero hombre de bien es aquel que practica la ley de
justicia, amor y caridad en su mayor pureza. Si interroga a su conciencia sobre los actos
practicados, se preguntará si no transgredió esa ley, si no hizo mal, si realizó todo el bien
que podía, si desaprovechó voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si nadie tiene algún
motivo para quejarse de él; en fin, si hizo por el otro todo lo que desearía que hiciesen por
él. Deposita su fe en Dios, en Su bondad, en Su justicia y en Su sabiduría. Sabe que sin
Su permiso nada sucede, y se somete a Su voluntad en todo.
Tiene fe en el porvenir, razón por la cual coloca los bienes espirituales por encima de los
bienes temporales.
Sabe que todas las vicisitudes de la vida, todos los dolores, todas las decepciones
son pruebas o expiaciones y las acepta sin quejarse.
Imbuido del sentimiento de caridad y de amor al prójimo, hace el bien por el bien mismo,
sin esperar ninguna recompensa; retribuye bien por mal, asume la defensa del débil contra
el fuerte, y sacrifica siempre sus intereses en favor la justicia.
Siente satisfacción por los beneficios que esparce, por los servicios que presta, por
hacer dichosos a los otros, por enjugar lágrimas, por los consuelos que brinda a los
afligidos. Su primer impulso es pensar en los otros antes que en sí mismo, y cuidar los
intereses de los otros antes que su propio interés. El egoísta, por el contrario, calcula los
provechos y las pérdidas que pueda obtener de toda acción generosa.
El hombre de bien es bondadoso, humanitario y benevolente con todos, porque ve a
los hombres como hermanos, sin distinción de razas ni de creencias.
Respeta las convicciones sinceras de los otros y no condena a los que no piensan
como él.
En todas las circunstancias toma como guía a la caridad, y está convencido de que
aquel que perjudica a alguien con palabras malévolas, que hiere con su orgullo o con su
desprecio la sensibilidad de otro, que no retrocede ante la idea de causar un sufrimiento,
una contrariedad, por mínima que sea, cuando puede evitarlo, falta al deber de amar al
prójimo y no merece la clemencia del Señor.
No alimenta odio, ni rencor, ni deseo de venganza. Siguiendo el ejemplo de Jesús,
perdona y olvida las ofensas y sólo recuerda los beneficios, porque no ignora que así como
haya perdonado, será perdonando a su vez.
Es indulgente con las flaquezas ajenas, porque sabe que él también necesita de la
indulgencia de los otros y tiene bien en cuenta las palabras de Cristo: “El que de vosotros
esté sin pecado que arroje la primera piedra”.
No se complace en buscar los defectos ajenos, y menos aun, en ponerlos en
evidencia. Si se ve obligado a hacerlo, procura siempre el bien que pueda atenuar el mal.
Estudia sus propias imperfecciones y trabaja incesantemente para combatirlas.
Emplea todos sus esfuerzos para poder decir al día siguiente que hizo algo mejor que lo
realizado en la víspera.
No procura darle valor a su inteligencia ni a su talento a expensas del menoscabo de
los otros, sino que por el contrario, aprovecha todas las ocasiones para resaltar lo que ellos
tengan de beneficioso.
No se envanece de su riqueza ni de sus ventajas personales porque sabe que todo lo
que se le ha concedido, pueden quitárselo.
Usa pero no abusa de los bienes que se le han otorgado, porque sabe que es un préstamo
del que tendrá que rendir cuentas, y que el empleo más perjudicial que pueda hacer del
mismo, es utilizarlo para satisfacer sus pasiones.
Si el orden social puso a otros hombres bajo su dependencia, los trata con bondad y
benevolencia, porque son sus iguales ante Dios. Utiliza la autoridad que posee para elevar
la moral de esos hombres y no para oprimirlos con su orgullo. Evita cuanto le es posible
tornar más penosa la posición de subordinados en la que se encuentran.
A su vez, el subordinado comprende los deberes que le competen en la posición que
ocupa y se empeña en cumplirlos a conciencia.
Finalmente, el hombre de bien respeta en sus semejantes todos los derechos que las
leyes de la Naturaleza les concede, así como quiere que se respeten en él esos mismos
derechos.
No quedan así enumeradas todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero,
aquel que se esfuerce por poseer las que acabamos de mencionar, se encuentra en el
camino apropiado que lo conducirá a todas las demás.
Sintetizando todas las cualidades del hombre de bien, encontramos en el Evangelio,
la figura del buen samaritano, verdadero paradigma que debería ser seguido por todos
aquellos que anhelan alcanzar la perfección moral. Para responder al doctor de la ley que
le pregunta quién es su prójimo, al cual debería amar como a sí mismo, el Maestro Divino
narró: Un hombre que descendía de Jerusalém a Jericó, cayó en manos de asaltantes, que
lo despojaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. Aconteció que descendió un
sacerdote por aquel camino, y viéndole, siguió de largo. De igual modo, un levita que
pasaba por aquel lugar lo vio, y tomando otro camino, siguió de largo. Mas un samaritano
que viajaba, al llegar al lugar donde yacía aquel hombre, al verlo, tuvo gran compasión, y
acercándose a él, le puso aceite y vino en las heridas y los vendó. Después, lo colocó
sobre su caballo, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y se
lo dio al posadero diciéndole: “cuida muy bien de este hombre, y todo lo que gastes de
más, yo te lo pagaré cuando regrese”.
¿Quién de los tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los
asaltantes? — El doctor respondió: “Aquel que tuvo misericordia de él”. Entonces Jesús le
dijo: “Vete y haz tú lo mismo”. (Lucas, 10: 25 a 37)
¿Cuál es la enseñanza que nos brindó el Maestro? Esa enseñanza es que, para
poseer la vida eterna no basta con que memoricemos los textos de la Sagrada Escritura.
Lo necesario, lo esencial para obtener ese objetivo, es que pongamos en práctica, es que
vivamos la ley de amor y de fraternidad que él nos reveló y ejemplificó.
Jesús nos enseña que ser prójimo de alguien consiste en asistirlo en sus
aflicciones, es socorrerlo en sus necesidades, sin indagar sobre su creencia o nacionalidad
Muestra aún el Maestro que todos nosotros estamos en condiciones de brindar amor al
prójimo, aunque no seamos bien considerados por la sociedad, ya que toma un
hombre despreciable a los ojos de los judíos ortodoxos, a quien se lo consideraba hereje.
Este hombre, es un samaritano, e ¡increíblemente, lo pone como modelo, como patrón de
aquellos que deseen penetrar en los tabernáculos eternos! Y es que aquel renegado sabía
realizar buenas obras, sabía amar a sus semejantes, y para Jesús, lo importante, lo que
vale, lo que pesa, son los buenos sentimientos, porque son ellos los que modelan las
ideas y dinamizan las acciones
Efectivamente, según especifica Kardec, toda la moral de Jesús se resume en la
caridad y en la humildad, esto es, en las dos virtudes contrarias al egoísmo y al orgullo.
Todas sus enseñanzas señalan a esas dos virtudes como las que conducen a la felicidad
eterna: Bienaventurados, dice, los pobres de espíritu, es decir, los humildes, porque de
ellos es el reino de los cielos; bienaventurados los que tienen puro el corazón;
bienaventurados los que son mansos y pacíficos; bienaventurados los que son
misericordiosos; amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos; haced por los otros lo
que quisierais que hagan por vosotros; amad a vuestros enemigos; perdonad las ofensas
si queréis ser perdonados; practicad el bien sin ostentación; juzgaos a vosotros mismos
antes de juzgar a los otros. Humildad y caridad, es lo que no cesa de recomendar y de lo
que Él mismo nos da ejemplo. Orgullo y egoísmo, es lo que no se cansa de combatir. Y no
se limita a recomendar la caridad, sino que la expone claramente y en términos explícitos
como condición absoluta de felicidad futura.
El hombre de bien, por lo tanto, es todo aquel que vivencia el sentimiento de caridad
en todos los actos de su existencia.
Aún, en ese contexto, es oportuno resaltar que las cualidades del hombre de bien son
las que todo espírita sincero debe buscar para sí mismo. Esto porque el Espiritismo no
establece ninguna nueva moral; simplemente facilita a los hombres la comprensión y la
práctica de la moral de Cristo, posibilitando que los que dudan o vacilan puedan adquirir
una fe inquebrantable y esclarecida.
Por eso Kardec afirma: Se reconoce al verdadero espírita por su transformación moral
y por los esfuerzos que realiza para dominar sus malas inclinaciones.
Finalmente, diremos, también con Kardec: Caridad y humildad, tal es la única senda de
salvación. Egoísmo y orgullo, tal es la de la perdición. Todos los deberes del
hombre se resumen en esta máxima: FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN.