sábado, 29 de enero de 2011

NADIE PUEDE VER EL REINO DE DIOS SI NO NACIERE DE NUEVO

1. Jesús, habiendo venido por los lados de Cesárea de Filipo,
interrogó a sus discípulos, diciéndoles: ¿Qué dicen los hombres
con relación al Hijo del Hombre? ¿Quién dicen que soy? Ellos le
respondieron: Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros Elías,
otros Jeremías, o uno de los profetas. Jesús les dijo: Y vosotros,
¿quién decís que soy? Tomando la palabra Simón Pedro, le dijo:
Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios viviente. Jesús le respondió:
Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no fue ni la
carne, ni la sangre que te lo reveló, sino nuestro Padre que está en
los cielos. (San Mateo, cap. XVI, v. 13 a 17; San Marcos, cap. VIII
v. 27 a 30).
2. Entretanto Herodes el Tetrarca, oyendo hablar de todo lo
que Jesús hacía, tenía su Espíritu en suspenso –porque los unos
decían que Juan había resucitado de entre los muertos, otros que
Elías había aparecido y algunos que uno de los antiguos profetas
había resucitado. –Entonces Herodes dijo: Yo hice cortar la cabeza
a Juan, pero, ¿quién es éste de quien oí hablar tan grandes cosas?
Y tenía voluntad de verlo. (San Marcos, cap. VI, v. 14 y 15; San
Lucas, cap. IX, v. 7,8 y 9).
3. (Después de la transfiguración). Sus discípulos le
preguntaban, diciéndole: ¿Por qué, pues, los escribas dicen que
es preciso que Elías venga antes? Mas Jesús les respondió: Es
Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede nacer un hombre que ya
está viejo? ¿Puede volver al vientre de su madre, para nacer por
segunda vez?
Jesús le respondió: En verdad, en verdad, os digo: Si un
hombre no renaciere del agua y del Espíritu, no puede entrar
en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne es carne y lo
que es nacido del Espíritu es Espíritu. No os maravilléis de lo
que os he dicho; os es necesario nacer de nuevo. El Espíritu
sopla donde quiere y oís su voz, pero no sabéis de donde viene
y hacia donde va. Sucede lo mismo con todo hombre que es
nacido del Espíritu.
Nicodemo le respondió: ¿Cómo puede darse eso? Jesús
le dijo: ¡Qué! ¿Sois maestro en Israel e ignoráis esas cosas?
En verdad, en verdad os digo que no decimos sino lo que
sabemos y no atestiguamos sino lo que hemos visto; y, sin
embargo, vos no recibisteis nuestro testimonio. Mas si no me
creéis cuando os hablo de las cosas de la Tierra
¿cómo me creeréis cuando os hable de las cosas del cielo? (San Juan,
cap. III, v. de 1 a 12).

RESURRECCIÓN Y REENCARNACIÓN
4. La reencarnación formaba parte de los dogmas judaicos,
bajo el nombre de resurrección; sólo los saduceos que creían que
todo terminaba con la muerte, no creían en ella. Las ideas de los
Judíos en este punto, como en muchos otros, no estaban claramente
definidas, porque sólo tenían nociones vagas e incompletas sobre
el alma y sus lazos con el cuerpo. Creían que un hombre que vivió
podía revivir, sin explicarse con precisión la manera cómo esto
podía suceder; designaban con la palabra resurrección, lo que el
Espiritismo llama más juiciosamente reencarnación. En efecto, la
resurrección supone el regreso a la vida del cuerpo que murió, lo
que la Ciencia demuestra ser materialmente imposible, sobre todo
cuando los elementos de ese cuerpo están, desde hace mucho,
dispersos y absortos. La reencarnación es el retorno del alma o
Espíritu, a la vida corporal, pero en otro cuerpo nuevamente
formado para ella, y que nada tiene de común con el antiguo. La
palabra resurrección podía de este modo, aplicarse a Lázaro, pero
no a Elías, ni a los profetas. Pues, si según su creencia, Juan el
Bautista era Elías, el cuerpo de Juan no podía ser el de Elías, puesto
que se había visto a Juan niño y se conocía a su padre y a su madre.
Así, Juan podía ser Elías reencarnado, pero no resucitado.
5. Había un hombre entre los fariseos llamado Nicodemo,
senador de los Judíos, que fue de noche a encontrarse con Jesús y
le dijo: Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios para
instruirnos como un doctor; porque nadie puede hacer los milagros
que haces, si Dios no estuviese con él.
Jesús le respondió: En verdad, en verdad, os digo: Nadie
puede ver el reino de Dios si no naciere de nuevo.
6. El pensamiento de que Juan el Bautista era Elías y que
los profetas podían volver a vivir en la Tierra, se encuentra en
muchos pasajes de los Evangelios, particularmente en los relatos
anteriores (números 1, 2 y 3). Si esa creencia hubiese sido un
error, Jesús no hubiera dejado de combatirla, como combatió
tantas otras; lejos de esto, la sancionó con toda su autoridad, y la
colocó como principio y como una condición necesaria cuando
dice: Nadie puede ver el reino de los cielos si no naciere de nuevo;
e insiste, añadiendo: No os maravilléis de los que os dije, que es
NECESARIO que nazcáis de nuevo.
7. Estas palabras: “Si un hombre no renace del agua y del
Espíritu”, fueron interpretadas en el sentido de la regeneración
por el agua del bautismo; pero el texto primitivo traía simplemente:
No renace del agua y del Espíritu, mientras que en ciertas
traducciones, se ha substituido Espíritu por Santo Espíritu, lo que
no corresponde al mismo pensamiento. Este punto capital resalta
de los primeros comentarios hechos sobre el Evangelio, lo que un
día será constatado sin equívoco posible. (1)
8. Para comprender el verdadero sentido de esas palabras,
es menester referirse a la significación de la palabra agua, que no
era empleada en su acepción propia.
Los conocimientos de los antiguos, sobre las ciencias físicas,
eran muy imperfectos, pues creían que la Tierra había salido de las
aguas y por eso, consideraban el agua como el elemento generador
absoluto; así es que en El Génesis se dice: “el Espíritu de Dios era
llevado sobre las aguas; flotaba en la superficie de las aguas; que
el firmamento fue hecho en medio de las aguas; que las aguas que
están bajo el cielo se reúnan en un solo lugar y que el elemento
árido aparezca; que las aguas produzcan los animales vivos que
naden en el agua y los pájaros que vuelen sobre la tierra y bajo el
firmamento”.
Según esta creencia, el agua venía a ser el símbolo de la
naturaleza material, como el Espíritu era el de la naturaleza
inteligente. Estas palabras: “Si el hombre no renace del agua y del
Espíritu, o en agua y en Espíritu”, significan, pues: “Si el hombre
no renace con su cuerpo y su alma”. En este sentido fueron
comprendidas al principio.
Esta interpretación está, además, justificada por estas otras
palabras: Lo que es nacido de la carne es carne y lo que es nacido
del Espíritu es Espíritu. Jesús hace aquí una distinción positiva
entre el Espíritu y el cuerpo. Lo que es nacido de la carne es
carne, indica claramente que sólo el cuerpo procede del cuerpo,
y que el Espíritu es independiente del cuerpo.
9. El Espíritu sopla donde quiere; oís su voz, pero no sabéis
ni de donde viene, ni para donde va, se puede entender como el
Espíritu de Dios, que da vida a quien quiere o el alma del hombre;
en esta última acepción, “vosotros no sabéis de donde viene, ni
adonde va” significa que no se conoce lo que fue, ni lo que el
Espíritu será. Si el Espíritu, o alma, fuese creado al mismo tiempo
que el cuerpo, se sabría de donde vino, puesto que se conocería su
principio. Como quiera que sea, este pasaje es la consagración del
principio de la preexistencia del alma y, por consiguiente, de la
pluralidad de existencias.
10. Desde los tiempos de Juan el Bautista, hasta el presente,
el reino de los cielos es tomado por la violencia, y son los violentos
que lo obtienen; porque, hasta Juan, todos los Profetas así como
la ley, profetizaron; y si queréis comprender lo que os dije, él es el
mismo Elías, que debe venir. Oiga aquél que tenga oídos para oír
11. Pero si el principio de la reencarnación expresado en
San Juan, podía en rigor ser interpretado en un sentido puramente
místico, no podía suceder lo mismo en este pasaje de San Mateo,
que es inequívoco: ÉL ES EL MISMO Elías que debe venir;
aquí no hay figura ni alegoría: es una afirmación positiva. “Desde
el tiempo de Juan el Bautista hasta el presente, el reino de los
cielos es tomado por la violencia”. ¿Qué significan estas palabras,
puesto que Juan el Bautista vivía aún en aquel momento? Jesús las
explica claramente diciendo: Si queréis comprender lo que os digo,
él es el mismo Elías que debe venir” No siendo Juan otro que
Elías, Jesús hacía alusión al tiempo en que Juan vivía bajo el nombre
de Elías. “Hasta el presente, el reino de los cielos es tomado por la
violencia”, es otra alusión a la violencia de la ley mosaica que
ordenaba el exterminio de los infieles para ganar la Tierra
Prometida, Paraíso de los Hebreos, mientras que según la nueva
ley, el cielo se gana con la caridad y la dulzura.
Después añade: Oiga el que tenga oídos para oír. Estas
palabras repetidas con tanta frecuencia por Jesús, dicen claramente
que no todo el mundo estaba en condiciones de comprender ciertas
verdades.
12. Aquellos de vuestro pueblo a los que hicieron morir
vivirán de nuevo; los que estaban muertos a mí alrededor,
resucitarán. Despertad de vuestro sueño y cantad loas a Dios,
vosotros que habitáis en el polvo; porque el rocío que os cae encima
es rocío de luz, y porque arruinaréis la Tierra y el reino de los
gigantes. (Isaías, cap. XXVI, v. 19).
13. Este pasaje de Isaías, también es explícito: “Aquellos de
vuestro pueblo a los que hicieron morir vivirán de nuevo”. Si el
profeta pretendiese hablar de la vida espiritual, si quisiese decir
que aquellos a los que hicieron morir no estaban muertos en
Espíritu, hubiera dicho: viven aún y no vivirán de nuevo. En el
sentido espiritual, esas palabras serían un contra sentido puesto
que implicarían una interrupción de la vida del alma. En el sentido
de regeneración moral, serían la negación de las penas eternas,
puesto que establecen en principio, que todos aquellos que están
muertos, volverán a vivir.
14. Mas cuando el hombre está muerto una vez, que su
cuerpo, separado de su Espíritu, está consumido, ¿en qué se
convierte? El hombre estando muerto una vez, ¿podría acaso
revivir de nuevo? En esta guerra en que me encuentro todos los
días de mi vida, espero que mi transformación llegue. (Job, cap.
XIV, v. 10, 14. Traducción de Le Maistre de Sacy).
Cuando el hombre muere, pierde toda su fuerza y espira;
después, ¿dónde está? Si el hombre muere, ¿volverá a vivir? ¿Esperaré
todos los días de mi combate, hasta aquel en que me llegue
alguna transformación? (Ídem. Traducción protestante de
Osterwald).
Cuando el hombre está muerto, vive siempre; terminando
los días de mi existencia terrestre, esperaré, porque a ella volveré
de nuevo. (Ídem. Versión de la Iglesia griega).
15. El principio de la pluralidad de existencias está
claramente expresado en estas tres versiones. No se puede suponer
que Job haya querido hablar de la regeneración por el agua del
bautismo, que ciertamente no conocía. “El hombre estando muerto
una vez, ¿podría acaso revivir de nuevo? La idea de morir una vez
y volver a vivir implica la de morir y volver a vivir muchas veces.
La versión de la iglesia griega es aún más explícita, si eso es posible.
“Terminando los días de mi existencia terrestre, esperaré, porque
a ella volveré de nuevo”, es decir, yo volveré a la existencia
terrestre. Esto está tan claro como si alguien dijese: “Salgo de mi
casa, pero volveré a ella”.
“En esta guerra en que me encuentro, todos los días de mi
vida, espero que mi transformación llegue”. Job, evidentemente,
quiere hablar de la lucha que sustenta contra las miserias de la vida;
espera su transformación, es decir, se resigna. En la versión griega
esperaré, parece más bien aplicarse a la nueva existencia: “Cuando
mi existencia terrestre finalice, esperaré porque volveré a ella de
nuevo”; Job parece colocarse, después de su muerte, en el intervalo
que separa una existencia de otra y dice que allí esperará su regreso.
16. No es, pues, dudoso que bajo el nombre de resurrección,
el principio de la reencarnación era una de las creencias
fundamentales de los Judíos, siendo confirmada por Jesús y los
profetas de una manera formal; de donde se sigue que negar la
reencarnación, es negar las palabras de Cristo. Estas palabras
constituirán un día, autoridad sobre este punto, como sobre muchos
otros, cuando se mediten sin prevención.
17. Pero a esta autoridad, desde el punto de vista religioso,
viene a unirse desde el punto de vista filosófico, el de las pruebas
que resultan de la observación de los hechos; cuando se quiere
remontar de los efectos a la causa, la reencarnación aparece como
una necesidad absoluta, como una condición inherente a la
Humanidad, en una palabra, como una ley natural; se revela por
sus resultados de una manera, por decirlo así, material, como el
motor oculto se revela por el movimiento; sólo ella puede decir al
hombre de donde viene y para donde va y porque está en la Tierra,
y justificar todas las anomalías y todas las injusticias aparentes
que presenta la vida. (1)
Sin el principio de la preexistencia del alma y de la pluralidad
de existencias, la mayor parte de las máximas del Evangelio son
ininteligibles; por eso dieron lugar a interpretaciones tan
contradictorias; ese principio es la clave que debe restituirles su
verdadero sentido
LOS LAZOS DE FAMILIA FORTALECIDOS
POR LA REENCARNACIÓN Y QUEBRADOS
POR LA UNICIDAD DE LA EXISTENCIA
18. Los lazos de familia no son destruidos por la
reencarnación, como piensan ciertas personas; al contrario, se
fortifican y se estrechan; el principio opuesto es el que los
destruye.
Los Espíritus en el espacio forman grupos o familias unidas
por el afecto, la simpatía y la semejanza de inclinaciones; esos
Espíritus, felices porque están juntos, se buscan; la encarnación
sólo les separa momentáneamente, porque después que vuelven a la
erraticidad se encuentran como los amigos al regresar de un viaje.
Inclusive, con frecuencia, se siguen en la encarnación, donde se
reúnen en una misma familia, o en un mismo círculo, trabajando en
conjunto para su mutuo adelanto. Si unos están encarnados y otros
no, no están menos unidos por el pensamiento; los que están libres
velan por los que están cautivos; los más adelantados procuran hacer
progresar a los rezagados. Después de cada existencia, han dado un
paso en el camino de la perfección, cada vez menos unidos a la
materia, su afecto es más vivo, por el hecho mismo de ser más puro
y que ya no es turbado por el egoísmo ni por las nubes de las pasiones.
De este modo pueden recorrer un número ilimitado de existencias
corporales, sin que nada perturbe su mutuo afecto.
Entiéndase que se trata aquí del afecto real de alma a alma,
el único que sobrevive a la destrucción del cuerpo, porque los seres
que no se unen en este mundo sino por los sentidos, no tienen
ningún motivo para buscarse en el mundo de los Espíritus. Sólo
son duraderos los afectos espirituales; los carnales se extinguen
con la causa que los hizo nacer; pero esta causa no existe en el
mundo de los Espíritus, mientras que el alma existe siempre.
En cuanto a las personas unidas por el sólo móvil del interés,
no están realmente unidas en nada, la una a la otra: la muerte
las separa sobre la Tierra y en el cielo.
19. La unión y el afecto que existen entre parientes, son
indicio de la simpatía anterior que les aproximó; también se dice,
hablando de una persona cuyo carácter gustos e inclinaciones no
tiene ninguna semejanza con el de sus parientes, que ella no es
de la familia. Diciendo eso, se enuncia una verdad más grande
de lo que se cree. Dios permite en las familias estas encarnaciones
de Espíritus antipáticos o extraños con el doble objeto de servir
de prueba para los unos y de medio de adelanto para los otros.
Además, los malos se mejoran poco a poco con el contacto de
los buenos y por los cuidados que de éstos reciben; su carácter se
suaviza, sus costumbres se purifican, sus antipatías se deshacen
y así es cómo se establece la fusión entre las diferentes categorías
de Espíritus, como ocurre en la Tierra, entre las razas y los
pueblos.
20 El temor al aumento indefinido de la parentela, como
consecuencia de la reencarnación, es un temor egoísta, y prueba
que no se siente un amor bastante grande para tenerlo a un gran
número de personas. Un padre que tiene muchos hijos, ¿acaso no
les ama tanto como si tuviera uno? Pero tranquilícense los
egoístas, pues ese temor no tiene fundamento. Del hecho que un
hombre haya tenido diez encarnaciones, no se sigue que
encontrará en el mundo de los Espíritus diez padres, diez madres,
diez mujeres y un número proporcionado de hijos y de nuevos
parientes; encontrará siempre los mismos objetos de su afecto,
que se le habrán unido en la Tierra con títulos diferentes, o tal
vez con el mismo título.
21. Veamos ahora las consecuencias de la doctrina de la
no-reencarnación. Esta doctrina anula, necesariamente, la
preexistencia del alma; siendo las almas creadas al mismo
tiempo que el cuerpo, no existe entre ellas ningún lazo anterior;
son completamente extrañas unas a las otras; el padre es extraño
a su hijo; la filiación de las familias se encuentra de este modo
reducida a la sola filiación corporal, sin ningún lazo espiritual.
No hay, pues, ningún motivo para vanagloriarse de haber tenido
por antepasados tales o cuales personajes ilustres. Con la
reencarnación, antepasados y descendientes pueden ser
conocidos, haber vivido juntos, haberse amado y encontrarse
reunidos más tarde para estrechar sus lazos simpáticos.
NADIE PUEDE VER EL REINO DE DIOS SI NO NACIERE DE NUEVO
22. Esto es en cuanto al pasado. En cuanto al futuro, según
uno de los dogmas fundamentales que se desprende de la noreencarnación,
el destino de las almas está irrevocablemente fijado
después de una sola existencia; la fijación definitiva del destino
implica la cesación de todo progreso, pues si hay algún progreso
no hay destino definitivo; según hayan vivido bien o mal, van
inmediatamente para la morada de los bienaventurados o para el
infierno eterno; son así, separados para siempre, y sin esperanza
de aproximarse jamás, de tal modo, que padres, madres e hijos,
maridos y mujeres, hermanos, hermanas, amigos, nunca están
seguros de volverse a ver; esta es la ruptura más absoluta de los
lazos de familia.
Con la reencarnación y el progreso, que es su consecuencia,
todos los que se han amado se reencuentran en la Tierra y en el
espacio, y marchan juntos para llegar a Dios. Los que fallan en el
camino, retardan su adelanto y su felicidad, pero no se ha perdido
toda esperanza; ayudados, animados y sustentados por aquellos
que los aman, saldrán un día del cenagal en que están sumergidos.
Con la reencarnación, en fin, hay solidaridad perpetua entre los
encarnados y los desencarnados, con estrechamiento de los lazos
afectivos.
23. En resumen, cuatro alternativas se presentan al hombre
para su futuro de ultratumba; primera: la nada, de acuerdo con
la doctrina materialista; segunda: la absorción en el todo
universal, de acuerdo con la doctrina panteísta; tercera: la
individualidad con la fijación definitiva de su suerte, según la
doctrina de la Iglesia; y, cuarta: la individualidad con progreso
indefinido, según la Doctrina Espírita. De acuerdo con las dos
primeras, los lazos de familia se rompen después de la muerte y
no hay ninguna esperanza de reencuentro; con la tercera, hay la
oportunidad de volverse a ver con tal de que estén en un mismo
medio, ese medio puede ser tanto el infierno como el paraíso;
con la pluralidad de existencias, que es inseparable del progreso
gradual, hay la certeza en la continuidad de relaciones entre
aquellos que se amaron, y esto es lo que constituye la verdadera
familia.

LÍMITES DE LA ENCARNACIÓN
24. ¿Cuáles son los límites de la encarnación?
Propiamente hablando, la encarnación no tiene límites bien
marcados, si se entiende por eso la envoltura que constituye el
cuerpo del Espíritu, ya que la materialidad de ese envoltorio
disminuye a medida que el Espíritu se purifica. En ciertos mundos
más avanzados que la Tierra, es ya menos compacto, menos pesado
y menos grosero y por consiguiente, menos sujeto a las vicisitudes;
en un grado más elevado y diáfano y casi fluídico; de grado en
grado se desmaterializa y acaba por confundirse con el periespíritu.
Según el mundo al que es llamado el Espíritu a vivir, toma éste la
envoltura apropiada a la naturaleza de aquel mundo.
El mismo periespíritu sufre transformaciones sucesivas; se
hace cada vez más etéreo hasta la completa depuración, que
constituyen los Espíritus puros. Si mundos especiales están
destinados, como estaciones, a los Espíritus más avanzados, estos
no están sujetos allí como en los mundos inferiores; el estado de
libertad en que se encuentran les permite transportarse por todas
partes a que les llaman las misiones que les son confiadas.
Si se considera la encarnación bajo el punto de vista material,
como ocurre en la Tierra, se puede decir que está limitada a los
mundos inferiores; por consiguiente, depende del Espíritu librarse
de ella, con mayor o menor rapidez, trabajando por su purificación.
Se debe considerar también que, en estado errante, es decir,
en los intervalos de las existencias corporales, la situación del
Espíritu está en relación con la naturaleza del mundo al que le liga
su grado de adelanto; que, así, en la erraticidad, es más o menos
feliz, libre e ilustrado, según esté más o menos desmaterializado.
(SAN LUIS, París, 1859).
NECESIDAD DE LA ENCARNACIÓN
25. ¿Es un castigo la encarnación y sólo están sujetos a ella
los Espíritus culpables?
infelices. Por el contrario, aquél que trabaja activamente por su
progreso moral, puede no sólo abreviar la duración de la
encarnación material, sino vencer, de una sola vez, los grados
intermedios que lo separan de los mundos superiores.
¿No podrían los Espíritus encarnarse sólo una vez en el
mismo globo y cumplir sus diferentes existencias en esferas
diferentes? Esta opinión sólo sería admisible si todos los hombres
estuviesen en la Tierra, en el mismo nivel intelectual y moral. Las
diferencias que existen entre ellos, desde el salvaje al hombre
civilizado, muestran los grados que están llamados a vencer. Por
otra parte, la encarnación debe tener un objeto útil; de otro modo,
¿cuál sería el de las encarnaciones efímeras de los niños que mueren
en edad temprana? Hubieran sufrido sin provecho para ellos ni
para otro; Dios, cuyas leyes son soberanamente sabias, no hace
nada inútil. Mediante la reencarnación en el mismo globo, ha
querido que los mismos Espíritus, encontrándose de nuevo en
contacto, tuviesen ocasión de reparar sus faltas recíprocas: en razón
de sus relaciones anteriores, quiso además, asentar los lazos de
familia sobre una base espiritual y apoyar sobre una ley natural los
principios de solidaridad, de fraternidad y de igualdad.
El tránsito de los Espíritus por la vida corporal es necesario
para que puedan cumplir, con la ayuda de una acción material, los
designios cuya ejecución Dios les confió; es necesario para ellos
mismos porque la actividad que están obligados a desempeñar
ayuda el desarrollo de su inteligencia. Siendo Dios soberanamente
justo, debe considerar igualmente a todos sus hijos; por esto da a
todos un mismo punto de partida, la misma aptitud, las mismas
obligaciones que cumplir y la misma libertad de obrar, todo
privilegio sería una preferencia y toda preferencia una injusticia.
Pero la encarnación, para todos los Espíritus, sólo es un estado
transitorio; es un deber que Dios les impone al empezar su vida,
como primera prueba del uso que harán de su libre albedrío. Los
que desempeñan ese deber con celo, pasan rápidamente y con
menos pena los primeros grados de iniciación, y gozan más pronto
del fruto de sus trabajos. Por el contrario, aquellos que hacen mal
uso de la libertad que Dios les concede, retardan su adelanto; así
es que por su obstinación, pueden prolongar indefinidamente la
necesidad de reencarnarse, y entonces es cuando la encarnación se
torna un castigo. (SAN LUIS, París, 1859).
26. Nota. Una comparación vulgar hará comprender mejor
esta diferencia. El estudiante no obtiene los grados de ciencia sino
después de haber recorrido la serie de clases que a ellos conducen.
Esas clases, cualquiera que sea el trabajo que exijan, son un medio
de alcanzar un fin y no un castigo. El estudiante laborioso abrevia
el camino, y encuentra en él menos abrojos; lo contrario sucede al
que por pereza o negligencia le obligan a reparar ciertas clases.
No es el trabajo de la clase lo que constituye un castigo, sino la
obligación de volver a comenzar el mismo trabajo.
Así ocurre con el hombre en la Tierra. Para el Espíritu del
salvaje, que está casi al principio de la vida espiritual, la encarnación
es un medio de desenvolver su inteligencia; pero para el hombre
esclarecido, en el cual el sentido moral está ampliamente
desarrollado, y que está obligado a comenzar de nuevo las etapas
de una vida corporal plena de angustias, mientras que podría haber
alcanzado ya el objetivo, es un castigo por la necesidad en que se
encuentra de prolongar su morada en los mundos inferiores e
infelices. Por el contrario, aquél que trabaja activamente por su
progreso moral, puede no sólo abreviar la duración de la
encarnación material, sino vencer, de una sola vez, los grados
intermedios que lo separan de los mundos superiores.
¿No podrían los Espíritus encarnarse sólo una vez en el
mismo globo y cumplir sus diferentes existencias en esferas
diferentes? Esta opinión sólo sería admisible si todos los hombres
estuviesen en la Tierra, en el mismo nivel intelectual y moral. Las
diferencias que existen entre ellos, desde el salvaje al hombre
civilizado, muestran los grados que están llamados a vencer. Por
otra parte, la encarnación debe tener un objeto útil; de otro modo,
¿cuál sería el de las encarnaciones efímeras de los niños que mueren
en edad temprana? Hubieran sufrido sin provecho para ellos ni
para otro; Dios, cuyas leyes son soberanamente sabias, no hace
nada inútil. Mediante la reencarnación en el mismo globo, ha
querido que los mismos Espíritus, encontrándose de nuevo en
contacto, tuviesen ocasión de reparar sus faltas recíprocas: en razón
de sus relaciones anteriores, quiso además, asentar los lazos de
familia sobre una base espiritual y apoyar sobre una ley natural los
principios de solidaridad, de fraternidad y de igualdad.
NADIE PUEDE VER EL REINO DE DIOS SI NO NACIERE DE NUEVO
Extraido este texto del libro Evangelio segun el espiritismo...

viernes, 28 de enero de 2011

LA VIDA MORAL

Todo ser humano lleva grabados en sí, en su conciencia, en su razón, los rudimentos
de la ley moral. Esta ley recibe en este mismo mundo un comienzo de sanción. Una buena
acción proporciona a su autor una satisfacción íntima, una especie de dilatación, de
esparcimiento del alma. Nuestras faltas, por el contrario, producen con frecuencia
amargura y pesares. Sin embargo, esta sanción, tan variable según los individuos, es
demasiada vaga, demasiado insuficiente, desde el punto de vista de la justicia absoluta. Por
eso es por lo que las religiones han colocado en la vida futura, en las penas y en las
recompensas que nos reserva, la sanción capital de nuestros actos. Ahora bien, como
quiera que a sus informaciones les falta base positiva, son puestas en duda por la mayoría.
Después de haber ejercido una influencia importante en las sociedades de la Edad Media,
no bastan ya para apartar al hombre del camino de la sensualidad.
Antes del drama del Gólgota, Jesús había anunciado a los hombres a otro consolador
el -Espíritu de Verdad- que debía restablecer y completar su enseñanza. Este Espíritu de
Verdad ha llegado y ha hablado a la Tierra; por todas partes hace oír su voz. Dieciocho
siglos después de la muerte de Cristo, habiéndose esparcido por el mundo la libertad de
palabra y de pensamiento, habiendo sondado los cielos la ciencia, habiéndose desarrollado
la inteligencia humana, la hora ha sido considerada como favorable. Los Espíritus han
acudido en multitud para enseñar a, sus hermanos de la Tierra la ley del progreso infinito y
realizar la promesa de Jesús restableciendo su doctrina y comentando sus palabras.
El Espiritismo nos da la clave del Evangelio. Explica su sentido oscuro u oculto; nos
proporciona la moral superior, la moral definitiva, cuya grandeza y hermosura revelan su
origen sobrehumano.
Con el fin de que la verdad se extienda a la vez por todos los pueblos, con el fin de
que nadie pueda desnaturalizaría o destruirla, ya no es un hombre, ya no es un grupo de
apóstoles el que está encargado de darla a conocer a la humanidad. Las voces de los
Espíritus la proclaman en los diversos puntos del mundo civilizado, y gracias a este
carácter universal y permanente, esta revelación desafía a todas las hostilidades y a todas
las inquisiciones. Se puede suprimir la enseñanza de un hombre, falsificar y aniquilar sus
obras; pero ¿quién puede atacar y rebatir a los habitantes del Espacio? Saben deshacer
todas las malas interpretaciones y llevar la preciosa semilla hasta las regiones más
retrasadas. A esto se debe el poder, la rapidez de difusión del Espiritismo y su superioridad
sobre todas las doctrinas que le han precedido y preparado su advenimiento.
En lo que se basa la moral espiritista es, pues, en los testimonios de millares de
almas que vienen a todos los lugares para describir, valiéndose de los médiums, la vida de
ultratumba y sus propias sensaciones, sus goces y sus dolores.
La moral independiente, la que los materialistas han intentado edificar, vacila al
soplo de todos los vientos, falta de sólida base. La moral de las iglesias tiene sobre todo
recurso el miedo, el temor a los castigos infernales; sentimiento falso que nos rebaja y nos
empequeñece. La Filosofía de los Espíritus viene a ofrecer a la humanidad una sanción
moral más elevada, un ideal más noble y generoso. Ya no hay suplicios eternos, sino la
justa consecuencia de los actos que recae sobre su autor.
El Espíritu se encuentra en todos los lugares según él se ha hecho. Si viola la ley
moral, entenebrece su conciencia y sus facultades; se materializa, se encadena con sus
propias manos. Practicando la ley del bien, dominando las pasiones brutales, se agüera y se
aproxima cada vez más a los mundos felices.
Desde este punto de vista, la vida moral se impone como una obligación rigurosa
para todos aquellos a quienes preocupe algo de su destino; de aquí la necesidad de una
higiene del alma que se aplique a todos nuestros actos, ahora que nuestras fuerzas
espirituales se hallan en estado de equilibrio y armonía. Si conviene someter el cuerpo -
envoltura mortal, instrumento perecedero- a las prescripciones de la ley física que asegura
su mantenimiento y su funcionamiento, importa mucho más aún velar por el
perfeccionamiento del alma, que es nuestro imperecedero yo, y a la cual está unida nuestra
suerte en el porvenir. El Espiritismo nos ha proporcionado los elementos de esta higiene
del alma.
El conocimiento del objeto real de la existencia tiene consecuencias incalculables
para el mejoramiento y la elevación del hombre. Saber adónde va tiene por resultado el
afirmar sus pasos, el imprimir a sus actos un impulso vigoroso hacia el ideal concebido.
Las doctrinas de la nada hacen de esta vida un callejón sin salida, y conducen,
lógicamente, al sensualismo y al desorden. Las religiones, al hacer de la existencia una
obra de salvación personal muy problemática, la consideran desde un punto de vista
egoísta y estrecho.
Con la Filosofía de los Espíritus, este punto de vista cambia y se ensancha la
perspectiva. Lo que debemos buscar no es ya la felicidad terrena la felicidad, en la Tierra,
es escasa y precaria, sino un mejoramiento continuo; y el medio de realizarlo es con la
observación de la moral bajo todas sus formas.
Con semejante ideal, una sociedad es indestructible; desafía a todas las vicisitudes y
a todos los acontecimientos. Se engrandece con la desgracia y encuentra en la adversidad
los medios de elevarse por encima de sí misma. Desprovista de ideal, arrullada por los
sofismas de los sensualistas, una sociedad no puede hacer más que corromperse y
debilitarse; su fe en el progreso y en la justicia se extingue con su virilidad; bien pronto se
convierte en un cuerpo sin alma, y, fatalmente, en la presa de sus enemigos.
¡Dichoso el hombre que en esta vida llena de oscuridad y de obstáculos camina
constantemente hacia el fin elevado que distingue, que conoce y del cual está seguro!
¡Feliz aquel al que un soplo de lo alto inspira sus obras y empuja hacia adelante! Los
placeres le dejan indiferente; las tentaciones de la carne, los espejismos engañosos de la
fortuna no hacen presa de él. Viajero en marcha, el fin le llama, y él se precipita por
alcanzarlo.
estraido del libro inmortalidad del alma de Leon Denis

miércoles, 19 de enero de 2011

CORAZONES CASTIGADOS I

Como es tan bonito este libro de Pablo y Esteban. Escrito por Francisco Candido Xavier, quiero conpartir algunos parrafos con vosotros . Gracias Chico Xavier por escribir cosas tan hermosas.
La mañana se presentaba muy hermosa y el sol acariciaba las calles
centrales de Corinto; no obstante, estaban casi desiertas.
En el aire se percibía una perfumada brisa que provenía de lejos; sin embargo, la fisonomía de las criaturas que transitaban por la vía pública no demostraban alegría o despreocupación, ni tampoco se observaba el movimiento habitual de las literas de lujo, que resaltaban por su andar acostumbrado. La ciudad reedificada por Julio César, era la más bella de las joyas de la vieja Acaya y servía de capital a la hermosa provincia. No se podía encontrar,
en su intimidad, el espíritu helénico en su pureza antigua, porque después
de un siglo de lamentable abandono, y de la destrucción llevada a cabo por
Mumio y de la restauración por el gran emperador, transformaron a Corinto en importante colonia de romanos, por donde pasaron cantidades de liberados ansiosos, en busca de trabajo remunerable o propietarios de cuantiosas fortunas. A éstos se asociaron enormes cantidades de israelitas y considerables hijos de otras razas, agrupándose en el centro, transformando la ciudad en núcleo de convergencia de todos los aventureros de Oriente y Occidente. Su cultura estaba muy lejos de las realizaciones intelectuales del griego eminente, mezclándose ese conjunto en sus plazas y templos. Obedeciendo, tal vez, a esa heterogeneidad de sentimientos, Corinto se hizo famosa por las tradiciones, que hablaban del libertinaje de la gran mayoría de sus habitantes. Los romanos encontraron un campo propicio para dar curso a sus pasiones, entregándose al venenoso perfume de ese jardín de flores exóticas. Al lado de la vida fácil y soberbia, adornada de pedrería rutilante, el pantano de las miserias morales exhalaba nauseabundo olor. La tragedia siempre fue el precio doloroso de los placeres fáciles. De cuando en cuando, los grandes escándalos reclamaban las grandes represiones.
En ese año 34, la ciudad mencionada fue sobresaltada por una violenta revuelta de los esclavos oprimidos. Se perpetraron tenebrosos crímenes en la sombra, requiriendo severas medidas. El Procónsul no se molestó por la gravedad de la situación rei-
nante. Se limitó a enviar mensajeros oficiales a Roma, pidiendo los refuerzos
necesarios. Y los refuerzos no tardaron en llegar. Al poco tiempo, las
galeras de las águilas dominadoras, favorecidas por los vientos, traían a
bordo las autoridades, cuya misión era imponer el orden y aclarar los hechos
sucedidos. He ahí el porqué en nuestra mañana radiosa, comentada al comienzo, se
presentaba silenciosa, con sus comercios semicerrados y sus calles poco
concurridas. Los transeúntes eran muy pocos, con excepción de algunos pelotones
de soldados que cruzaban las esquinas despreocupados y satisfechos, como quien se apronta a disfrutar de las próximas novedades. Hacía algunos días, un jefe romano, cuyo nombre era muy comentado por sus sombrías tradiciones, fue recibido por la Corte Provincial, puesto que estaba desempeñando elevadas funciones como representante de César,
acompañándolo un gran número de agentes políticos y militares, creando el terror en todas las clases con sus infamantes procesos. Licinio Minucio llegó al poder interponiendo los recursos de la intriga y la calumnia. Consiguió regresar de Corinto, donde pasó sus años anteriores sin tener un gran poder como autoridad; por lo tanto, ahora trataba de aumentar sus caudales con el fruto de su avaricia insaciable y sin escrúpulos. Pretendía en el futuro retirarse y radicarse por aquellos sitios, donde sus propiedades particulares eran enormes, esperando pasar su vejez con tranquilidad. Con el deseo de consumar sus criminales designios, inició un gran movimiento de arbitrarias explotaciones bajo pretexto de garantizar el orden público en beneficio del poderoso Imperio, que su autoridad representaba. Numerosas familias de origen judío fueron escogidas como víctimas preferenciales de tamaña extorsión. Por todas partes comenzaban a llorar los oprimidos; mientras tanto, ¿quien osaría reclamar pública y oficialmente por el atropello? La esclavitud esperaba siempre el movimiento arrollador que representaba la libertad en contra de las expresiones de la tiranía romana. Y no era solamente la figura
despreciable del odioso funcionario lo que constituía para la ciudad una angustiosa y permanente amenaza. Sus secuaces estaban mezclados y apostados en varios puntos de la vía pública, provocando escenas insoportables, características de una perversidad inconsciente.
La mañana ya era bastante avanzada cuando un hombre de edad parecía buscar el mercado, por el cesto que aseguraba con su mano y en ese momento cruzaba una extensa plaza. Un grupo de tribunos se reían de él irónicamente a la vez que le ofendían con sus expresiones de bajo tenor, riéndose sarcásticamente. El viejito, que denunciaba por sus trazos fisonómicos pertenecer a la raza israelita, demostraba percibir el ridículo del que venía siendo blanco. Sin embargo, se alejó de los patricios con deseos de querer resguardarse, para lo cual caminó con más timidez y humildad.
Fue en ese instante que uno de los tribunos, en cuyo mirar autoritario se notaba una acentuada malicia, se acercó y lo interrogó ásperamente:
–Judío despreciable, ¿cómo te atreves a pasar sin saludar a tus señores?
El interpelado se paró, pálido y tembloroso. Sus ojos demostraron poseer
una extraña angustia que se resumía en su expresión silenciosa, que indicaba
los infinitos martirios que castigaban a los de su raza. Las manos arrugadas
le temblaban ligeramente, mientras su pecho se inclinaba reverente,
apretando su larga y encanecida barba.
–¿Tu nombre? –exclamó el oficial irrespetuosamente y en forma irónica.
–Jochedeb, hijo de Jared –respondió tímidamente.
–¿Por qué no saludaste a los tribunos imperiales? –Señor, ¡yo no quise ofenderos! –explicó casi lagrimeando. –¿No quisiste ofendernos? –volvió a preguntar el oficial con cargada dureza.
Y, antes que el interpelado consiguiera una nueva oportunidad para ampliar sus disculpas, el mandatario imperial le dio con sus puños cerrados sobre su cara, siguiendo con una serie de bofetones impiadosamente aplicados.
–¡Toma! ¡Toma! –exclamaba groseramente, a la vez que se reía a carcajadas delante de sus compañeros, y agregó con tono festivo–: ¡Recuerda bien lo que hoy recibiste! ¡Perro asqueroso, aprende a ser educado y agradecido!...
El viejito tambaleó, pero no reaccionó. Se notaba su sorda e íntima rebelión a través de su mirada llameante, indignada, que lanzó a su agresor con una serenidad increíble. En un movimiento espontáneo, sus ojos los pasó por sus brazos curvados y debilitados en la lucha por sobrevivir, reconociendo con el gesto que de nada valía el rebelarse. En ese instante, su verdugo le observó su calma silenciosa, pareciendo querer medir la extensión
de su cobardía y colocando su mano en la armadura de su cinto, volvió a decir con profundo desdén:
–¡Ahora que recibiste la lección, puedes buscar el mercado, judío insolente! La víctima le dirigió un mirar de ansiosa amargura, en el que manifestaba toda la angustia de su larga existencia. Envuelto en la sencilla túnica y resaltando su vejez venerable, remarcada por los cabellos encanecidos por las penosas experiencias de su vida, el mirar del ofendido se asemejaba a un dardo invisible, que debería penetrar en la conciencia del agresor irrespetuoso y malo. Mientras tanto, aquella dignidad ofendida no demoró mucho en poner de manifiesto su reprobación, intraducible en palabras. En pocos instantes, soportando la gritería de los militares, prosiguió en el objetivo que lo había hecho salir a la calle. El viejo Jochedeb experimentaba ahora extrañas y amargas reflexiones. Dos lágrimas calientes de dolor le corrieron por su rostro macilento, perdiéndose en medio de la barba grisácea. ¿Qué había hecho para merecer tamaño castigo? La ciudad estaba siendo preparada para exponer la rebeldía de sus numerosos esclavos, pero su pequeño hogar proseguía con la paz de los que trabajan con dedicación y obediencia a Dios.
La humillación experimentada le hacía regresar por medio de su imaginación a los períodos más difíciles de la historia de su raza. ¿Por qué motivo y hasta cuándo sufrirían los israelitas la persecución de los elementos más poderosos del mundo? ¿Cuál era la razón de ser siempre estigmatizados, como indignos y miserables, en todas partes de la tierra? Mientras tanto, amaba sinceramente a aquel Padre de justicia y amor, que velaba desde
los cielos por la grandeza de su fe y por la eternidad de sus destinos. Mientras
los demás pueblos se entregaban al relajamiento de las fuerzas espirituales,
transformando esperanzas sagradas en expresiones de egoísmo e
idolatría, Israel sustentaba la ley del Dios único, esforzándose en todas las
circunstancias por conservar intacto su patrimonio religioso, con sacrificio,
pero independiente de la política.
Apesadumbrado, el pobre viejo meditaba sobre su propia suerte.
Esposo dedicado, enviudó cuando aquel mismo Licinio Minucio, repre-
sentante del Imperio, años antes, instauró nefastos procesos en Corinto, para
castigar algunos elementos de su población descontenta y rebelada. Su
gran fortuna personal había sido reducida al máximo y hubo de pasar en
prisión injustamente por causa de las falsas acusaciones, que le dieron pesados
sinsabores y terribles confiscaciones. Su mujer no había resistido los
sucesivos golpes y le afectó fatalmente el corazón, provocándole la muerte,
dejando dos hijos pequeños que constituían la corona de esperanza de su
laboriosa existencia.
Jeziel y Abigail se desarrollaban bajo el cuidado de sus brazos afectuosos
y por ellos, la carga de los sagrados deberes domésticos, sentía que la
nieve del áspero camino humano, le fueron blanqueando anticipadamente
los cabellos, consagrando a Dios sus más santas experiencias. Entonces a
su mente le vino la silueta graciosa de sus dos hijos. Era un sedante conocer el sabor agradable de las experiencias del mundo para beneficio de
ellos. El tesoro filial lo compensaba de los castigos recibidos en cada alto
del camino. La evocación del hogar, donde el amor cariñoso de los hijos
estimulaba sus esperanzas paternas, suavizaba sus amarguras.
¿Qué importaba la brutalidad de los romanos cuando la vejez se aureolaba
con los más santos afectos del corazón? Experimentando resignado
consuelo, llegó al mercado donde compró cuanto necesitaba.
El movimiento no era intenso, como sucedía en los tiempos normales, sin
embargo, había cierta concurrencia de compradores, normalmente de gente
liberada y pequeños propietarios, que fluían de los caminos principales.
No había terminado de comprar los peces y las legumbres, cuando una
lujosa litera paró en el centro de la plaza y de ella saltó un oficial patricio,
que desdobló un largo pergamino. La señal de silencio hizo enmudecer a la
gente y la voz del extraño personaje vibró fuerte, dando comienzo al edicto:
–“Licinio Minucio, magistrado del Imperio y legado del César, encargado
de abrir en esta provincia un centro de investigación, necesario para restablecer
el orden en Acaya, invita a todos los habitantes de Corinto que se
consideren perjudicados en sus intereses personales o que necesiten del amparo
oficial, a comparecer mañana al mediodía, en el palacio provincial,
junto al templo de Venus. Allí serán atendidas sus quejas y reclamaciones,
que serán investigadas por las autoridades competentes”.
Leído el aviso, el mensajero retomó su elegante vehículo que sustentado
por los hercúleos brazos de los esclavos, desapareció en la primera esquina,
envuelto en una nube de polvo.
Entre los circunstantes surgieron variadas opiniones y comentarios.
Los quejosos no tomaban parte. El representante y sus propuestos en un
comienzo se posesionaron de pequeños patrimonios territoriales de la mayoría
de las familias humildes, cuyos recursos financieros no daban para costear los procesos en el foro provincial De ahí la onda de esperanzas que alcanzaba al corazón, algunos y la opinión pesimista de otros, que manifestaban su resquemor que no fuera una nueva celada para luego tener que pagar mucho más por sus justas razones.
Jochedeb escuchó el comunicado oficial, colocándose entre los que se
juzgaban con derechos a esperar una legítima indemnización por los perjuicios
sufridos desde otros tiempos.
Animado de las mejores esperanzas, caminaba lentamente hacia la casa,
escogiendo el camino más largo para evitar un nuevo encuentro con los que
le habían humillado públicamente.
No había caminado mucho cuando surgieron a su frente nuevos grupos
de militares romanos, que chanceaban alegremente en la vía pública.
Al enfrentar al primer grupo de tribunos y sintiéndose el blanco de los
comentarios deprimentes que terminó en risotadas, el viejo israelita se puso
a considerar: –“¿Debo saludarlos o seguir mudo, como lo hice la primera
vez?” Preocupado por evitar un nuevo encuentro desagradable que provocaría
nuevas humillaciones en ese día, se inclinó profundamente, cual mísero
esclavo murmuró tímidamente:
–¡Salve, valerosos tribunos del César!
Mal había terminado de decirlo, cuando un oficial de fisonomía dura e
impasible se acercó y exclamó encolerizado:
–¿Qué es esto? ¿Un judío se dirige impunemente a los patricios? ¿Llega a tanto la tolerancia de la autoridad provincial? ¡Hagamos justicia por nuestras propias manos!
Y nuevas bofetadas encontraron el rostro dolorido del infeliz, que necesitaba concentrar todas sus energías para no repeler la agresión. Sin una palabra de justificación, el hijo de Jared se sometió al castigo impuesto. Su corazón parecía reventar de angustia en el pecho envejecido y cuando miró a los oficiales su mirar expresaba la rebelión que su alma experimentaba. Imposibilitado para coordinar sus ideas en base a la agresión inesperada, en su humilde actitud reparó que esta vez la sangre chorreaba por su rostro, manchando su larga y blanca barba, alcanzando su vestido de lino. Ese aspecto
tampoco sensibilizó a su agresor, que por último descargó un fortísimo
puñetazo en la arrugada frente, murmurando:
–¡Sal de aquí, insolente!
Sosteniendo con mucha dificultad el cesto que colgaba de sus brazos
temblorosos, Jochedeb avanzó tambaleante, sofocando la rebelión de su estado
desesperante. “¡Ah, ser viejo!”, pensaba. Simultáneamente los símbolos
de la fe le modificaban sus disposiciones espirituales y sentía en lo íntimo
la antigua palabra de la Ley: “No matarás”. Mientras tanto, las
enseñanzas divinas, conforme a su forma de ver, en la voz de los profetas,
aconsejaban la venganza: “ojo por ojo y diente por diente”. Su espíritu tenía
latente la intención de la represalia como remedio a sus perjuicios, a la
cual se juzgaba tener todos los derechos, pero sus fuerzas físicas no eran
compatibles con los requisitos de la reacción.
Profundamente humillado y presa de angustiosos pensamientos, buscó
recogerse en su hogar, donde se aconsejaría con sus hijos bien amados, en
cuyo afecto encontraría, seguro, la necesaria inspiración.
Su modesta vivienda no estaba muy lejos y vista de lejos, entrevió el
simple y pequeñito techo en el cual cobijó todos los frutos de su amor. Rápidamente
se dirigió por el camino que terminaba en la tosca puertita, que
se encontraba graciosamente adornada por los rosedales cuidadosamente
plantados por su hija Abigail. Los árboles verdes, con sus amplias copas,
esparcían una hermosa y cobijante sombra, que atenuaba el rigor del sol.
Una voz clara y conocida llegaba de lejos a sus oídos. En aquella hora, Jeziel,
conforme al programa que él mismo trazó, araba la tierra, preparándola
para una nueva siembra. La voz de su hijo parecía unirse a la radiosa luz
del sol. La vieja canción hebraica, que salía de sus labios calientes, era como
un himno de exaltación al trabajo y a la naturaleza. Sus hermosos versos
hablaban del amor a la tierra y de la protección constante de Dios. El
generoso padre ahogaba en lo íntimo de su pecho las lágrimas del corazón.
La melodía popular le provocaba un mundo de reflexiones. ¿No había trabajado
su existencia entera? ¿No se presumía en vano, que era un hombre
honesto y justo hasta en los mínimos actos de su vida, para no perder nunca
el título muy bien ganado, de hombre justo? Mientras tanto, la sangre de
la persecución injusta le salpicaba la barba venerable, que resaltaba sobre la
blanca túnica, que era tan blanca como la pureza de su mente, que jamás
fue manchada o atormentada por una injusticia.
Aún no había atravesado el cerco rústico de su vivienda humilde, cuando
una voz cariñosa, pero asustadiza, le gritó con vehemencia:
–¡Padre! ¡Padre! ¿Qué es esa sangre?
Una joven de notable hermosura corría para abrazarle con inmensa ternura,
al mismo tiempo que le tomaba el cesto de las manos, temblorosas y
doloridas.
Abigail, en la candidez de sus dieciocho años, era un gracioso resumen
de todos los encantos de las mujeres de su raza. Los cabellos sedosos le caían
en anillos caprichosos sobre sus hombros, adornándole el rostro atrayente,
formando un conjunto armonioso de simpatía y belleza. Mientras tanto,
lo que más impresionaba en su cuerpo de jovencita eran sus profundos y
negros ojos, los cuales parecían manifestar una intensa vibración interior,
que parecía hablar de los más elevados misterios del amor y de la vida.
–¡Mi querida hija! –murmuró, a la vez que parecía querer ampararse en
sus delicados brazos.
Rápidamente puso a su hija al corriente de todo lo sucedido. Y cuando
el viejo iba recibiendo el paño balsámico, preparado por su querida hija, –¡Coraje, padre! –exclamó después de escuchar la dolorosa exposición,
poniendo en las expresiones de firmeza un acentuado sello de ternura–.
Nuestro Dios es de Justicia y Sabiduría. ¡Confiemos en su protección!
Jochedeb contempló a su hijo de lo alto a lo bajo, fijándole sus ojos en
su mirar bondadoso y calmo, donde deseaba depositar, en ese momento, la
indignación que le parecía natural y justa, ya que lo dominaba el deseo de
represalia ante los autores del atropello. Es verdad, había criado a Jeziel
dentro de un marco de pureza y alegría por el deber, en obediencia a los

que le atenuaba el dolor de las heridas recibidas en el rostro, Jeziel fue llamado
e informado de todo.
El joven llegó solícito y presuroso. Abrazó al padre y fue escuchando,
paso a paso, palabra tras palabra, del atropello cometido. Estaba en el vigor
de la juventud y no tenía más de veinticinco años, pero asimilaba los gestos
y la gravedad de los hechos sucedidos, y por la forma que aceptaba tan lamentable
ignominia, parecía demostrar su elevada capacidad, sólo al alcance
de un espíritu noble y dispuesto al servicio, dirigido por una conciencia
clara y precisa.
dictados de la ley; sin embargo, nada le quitaba de su idea el momento del
desquite, a fin de que se retribuyera con justicia los ultrajes recibidos.
–Hijo –expresó, después de meditar largo tiempo–, Jehovah está lleno
de justicia, pero los hijos de Israel, como escogidos, necesitan igualmente
ejercerla. ¿Podemos ser justos, si olvidamos las ofensas? No podré descansar
si no cumplo con los mandatos de mi conciencia. Tengo necesidad de
señalar los errores de los cuales fui víctima, en el presente y en el pasado,
y mañana iré ante el legado de Roma, para ajustar mis cuentas.
El joven hebreo hizo un movimiento de asombro y agregó:
–Por ventura, ¿irás a presentarte ante el gestor Licinio y esperas que te
recompense justamente? ¿Y los antecedentes, padre mío? ¿No fue ese mismo
patricio el que os despojó de vuestro patrimonio territorial, mandándoos
a la cárcel?
–¿No veis que tiene en sus manos la fuerza de la iniquidad? ¿No será
que con vuestro pedido de nueva justicia, retome el deseo de extorsionaros
hasta lo último que os queda?
Jochedeb fijó los ojos en los de su hijo, mirada que la nobleza de corazón
acompañaba con lágrimas emotivas, pero que en su rigidez de carácter
acostumbraba a ejecutar sus designios hasta el fin y exclamó casi secamente:
–Como sabes, tengo cuentas nuevas y viejas que arreglar y mañana,
conforme dice el edicto, aprovecharé el ofrecimiento que el Gobierno provincial
nos faculta.
–Padre mío, os suplico –advirtió el joven, respetuoso y calmo–, no aprovechéis
más esos recursos, que definitivamente no son nada provechosos.
–¿Y las persecuciones? –exclamó el viejo enérgicamente–.
¿Y ese torbellino constante de ignominias que pesan para todos los de
nuestra raza? ¿No tiene que haber un término en ese largo camino de infinitas
angustias? ¿Asistiremos sumisos al atropello de todo lo que poseemos
de más sagrado? Tengo el corazón rebelado con esos crímenes odiosos, que
nos alcanzan impunemente...
La voz se fue volviendo un poco más melancólica, dejando entrever extremado
desánimo; Jeziel, sin perturbarse por las objeciones paternas, prosiguió:
–Esas torturas no son nada de nuevo. Hace muchos siglos los faraones
de Egipto cometieron las mismas crueldades con nuestros antepasados,
siendo asesinados los niños hebreos ni bien terminaron de nacer. Antíoco
Epifanes, en Siria, mandó degollar mujeres y criaturas, buscándolos en sus
hogares. En Roma, de época en época, todos los israelitas sufren vejámenes
y confiscaciones, descontando las persecuciones y muertes. Pero en verdad,
padre mío, si así sucede es porque Dios permite que Israel reconozca, en
medio de los sufrimientos más atroces, su misión divina.
El viejo israelita parecía meditar en lo manifestado por su hijo; sin embargo,
agregó con resolución:
–Sí, todo eso es verdad, mas la justicia debe ser cumplida, centavo tras
centavo y nada podrá cambiar mi forma de pensar.
–Entonces, ¿iréis a reclamar mañana delante del legado?
–¡Sí!
En ese momento la mirada del joven se posó en la vieja mesa, donde reposaba
la colección de los Escritos Sagrados de la familia. Animado por
una súbita inspiración, Jeziel recordó humildemente:
–Padre, no tengo el derecho de reprocharos, pero veamos qué nos dice
la palabra de Dios, respecto a lo que pensáis en estos momentos.
Y abriendo el texto al acaso, conforme era costumbre de la época, a fin
de conocer la sugestión que le pudieran otorgar las sagradas letras, leyó en
la parte de los Proverbios:
–“No deseches, hijo mío, la corrección del Señor, ni desmayes cuando
él te castiga; porque al que ama el Señor, lo castiga se complace en él, como
un padre a su hijo” 1.
El viejo israelita abrió sus ojos asombrado, demostrando la estupefacción
que el mensaje indirectamente le causó, y como Jeziel lo miraba amorosamente
como esperando conocer su íntima inquietud, en base a la sugestión
de los escritos sagrados, acentuó:
–Recibo la advertencia de los escritos sagrados, hijo mío, pero no me
conformo con la injusticia y, además, he resuelto definitivamente llevar mañana
mi queja a las autoridades competentes.
1 Proverbios, III: 11 y 12.
El joven suspiró y dijo resignado:
–¡Que Dios nos proteja!...
Al día siguiente se agrupaba una gran cantidad de personas en las puertas
del templo de Venus. Del antiguo caserón donde funcionaba un tribunal
improvisado, se veía cruzar los lujosos vehículos por la plaza grande en todas
las direcciones. Eran patricios que se dirigían a las audiencias de la
Corte Provincial o ¡antiguos propietarios de la fortuna particular de Corinto,
que se daban a los entretenimientos del día, a costa del sudor de los míseros
cautivos. Un movimiento fuera de lo común caracterizaba el lugar,
observándose de vez en cuando, los oficiales embriagados que dejaban el
ambiente viciado del templo de la famosa diosa, donde se practicaban condenables
placeres.
Jochedeb atravesó la plaza sin detenerse a mirar cualquier detalle que le
ofreciera la multitud que lo rodeaba y penetró en el recinto, donde Licinio
Minucio, rodeado de muchos auxiliares y soldados, daba algunas órdenes.
Los que se atrevieron a presentar públicamente sus quejas no excedían
de un centenar de personas, y después de prestar declaración en forma individual,
bajo el mirar perverso del legado, uno por uno eran conducidos a
una sala de espera para recibir finalmente la resolución a lo solicitado.
Llegó la oportunidad al viejo israelita, expuso sus reclamaciones particulares,
en lo tocante a las indebidas expropiaciones del pasado y a los insultos
de los que fuera víctima en la víspera, mientras los orgullosos patricios
anotaban las menores palabras y. actitudes, como queriendo demostrar
que todo cuanto se estaba diciendo ya era una cosa demasiada conocida.
Conducido al interior, Jochedeb esperó como los demás, la solución a sus
pedidos de recuperación y justicia. Después de unos minutos de espera, algunos
de los integrantes a las reclamaciones fueron llamados para liquidar
el proceso con el Gobierno Provincial y comenzó a notar, que el tiempo para
él iba transcurriendo sin tener novedad, hasta que el viejo caserón se fue
sumiendo en el silencio, creándole una fuerte incertidumbre.
Cuando ya comenzaba a preocuparse seriamente por la tardanza, fue llamado
a comparecer ante el juez, cuya sentencia fue negativa y fue leída por
un oficial que desempeñaba el puesto de secretario.
–El legado imperial, en nombre del César, resuelve ordenar y confiscar
la supuesta propiedad de Jochedeb ben Jared, concediéndole tres días para
dejar las tierras que ocupa indebidamente visto que pertenecen, con funda-
mento legal, al gestor Licinio Minucio, habilitado para probar en cualquier
tiempo sus derechos y propiedad.
La decisión inesperada causó intensa emoción al viejo israelita, que por
su gran sensibilidad aquellas palabras tenían efecto de muerte. No parecía
definir la angustiosa sorpresa. Había confiado en la Justicia y en su acción
reparadora. Quería gritar su odio, manifestar sus pungentes desilusiones,
pero su lengua estaba como petrificada en su boca retraída y temblorosa.
Después de unos minutos de profunda ansiedad, miró a la detestada figura
del patricio, que ahora le causaba la ruina total y tomando fuerzas en base
a su cólera y rebeldía, encontró las suficientes energías para decir:
– Ilustrísimo gestor, ¿dónde está la equidad de vuestras sentencias? Vengo
aquí implorando la intervención de la Justicia y me retribuís con una
nueva extorsión que me aniquila la existencia. En el pasado sufrí la expropiación
indebida de todos mis bienes territoriales, conservando con enormes
sacrificios la humilde chacra, donde esperaba poder terminar mis días...
¿Será posible que vos, dueño de grandes latifundios, no sintáis
remordimientos en sustraer a un viejo miserable el último pedazo de pan?
El orgulloso romano, sin hacer un gesto que denotase la más pequeña
emoción, retrucó secamente:
–¡Salga de aquí y que nadie discuta las decisiones imperiales!
–¿No discutir? –exclamó Jochedeb desvariando–, ¿No podré levantar la
voz que desea maldecir la memoria de los crímenes cometidos por los romanos?
¿Dónde colocáis vuestras manos, envenenadas con la sangre de las
víctimas y de los huérfanos que dejáis en las calles, dónde os cobijaréis
cuando suene la hora del Juzgamiento en el Tribunal de Dios? ...
Súbitamente recordó el hogar que estaba endulzado por la ternura de sus
amorosos hijos y trató de modificar su actitud mental, sensibilizado y sumiso
se arrodilló y con lágrimas en los ojos, exclamó conmovedoramente:
–¡Ten piedad de mí, Ilustrísimo!... Déjame la modesta vivienda, pues
por encima de todo, soy padre... ¡Mis hijos me esperan con un beso de
afecto y sinceridad!...
Y agregó, ahogado en lágrimas:
–Tengo dos hijos que son la esperanza para mi golpeado corazón. ¡Déjame
la casita, por Dios! ¡Prometo conformarme con ese poco y nunca reclamaré
más nada!...
–Espartaco, para que ese judío impertinente se aparte del recinto con
sus lamentaciones, dadle diez bastonazos.
El oficial se disponía a cumplir con la orden, cuando el juez implacable
agregó:
–Debes tener mucho cuidado de no cortarle el rostro, para que la sangre
no llame la atención a los transeúntes.
De rodillas el viejo Jochedeb soportó el castigo y terminada la prueba
se levantó tambaleante y alcanzó la plaza llena de sol, bajo las risas de
cuantos habían presenciado el ingrato espectáculo. Jamás en su vida había
experimentado tanta desesperación como en aquella hora. Quería llorar, pero
tenía los ojos fríos y secos para lamentar su desdicha, pero sus labios
permanecían como petrificados de tanto dolor soportado. Parecía un sonámbulo
vagando inconsciente entre los transeúntes y los carros que se amontonaban
en la plaza. Contempló con extrema e íntima repugnancia el templo
de Venus. Deseaba tener una tremenda voz para humillar a todos los circunstantes
con palabras de condenación. Observaba las cortesanas coronadas
que aparecían en su camino, las armaduras de los tribunos romanos y la
ociosa actitud de los afortunados que pasaban desapercibidos de su martirio,
blandamente recostados en las vistosas literas de la época; se sintió como
sumergido en uno de los pantanos más odiosos del mundo, entre los pecados
que los profetas de su raza, jamás dejaron de manifestar con toda la
verdad que el corazón posee cuando está consagrado al Todopoderoso. Corinto
a sus ojos, era una nueva edición de la Babilonia condenada y despreciable.
De inmediato y a pesar de los tormentos que perturbaban a su alma cansada,
recordó nuevamente a sus dos hijos queridos, sintiendo anticipadamente
la amargura que les causaría la noticia sobre la sentencia. Al recordar
la ternura de Jeziel, su tormento se hizo más punzante. Tenía la
impresión de verlo todavía junto a sus pies, suplicándole que desistiera de
cualquier tipo de reclamación y ahora parecía que sus oídos percibían con
más intensidad la exhortación de los Escritos: “No deseches, hijo mío, la
corrección del Señor”. Ideas destructivas acudían a su cerebro, cansado y
sufriente. La sagrada Ley estaba llena de símbolos de justicia. Y para él se
imponía como deber soberano, providenciar la reparación que le parecía
más conveniente. Ahora ante su desolación suprema, regresaba a su hogar
despojado de cuanto tenía, para colmo, al fin de su vida. ¿Cómo obtendría
el pan de cada día? Sin elementos de trabajo y sin techo, se veía obligado a
peregrinar en situación parasitaria, al lado de sus dos jóvenes hijos. Inenarrable
martirio moral le aplastaba el corazón.
Dominado por sombríos pensamientos se aproximó al sitio bien amado
donde levantara su nido familiar. El caliente sol de la tarde hacía más placentero
la sombra de los árboles y de las enredaderas llenas de flores perfumadas.
Jochedeb avanzó por el terreno que era de su propiedad y angustiado
por la perspectiva de tener que abandonarlo para siempre, dio lugar a
que terribles pensamientos le trastornaran la mente. Las tierras de Licinio
no terminaban en la chacra, que ahora estaba sabiendo, le arrebataron. Se
apartó del camino que lo llevaba a la casa y se introdujo en los espesos matorrales,
y después de dar algunos paseos se quedó mirando la línea de demarcación
entre él y la de su verdugo. Los pastos que abundaban al otro lado
estaban descuidados. Por falta de una mejor distribución del agua de
riego, cierta sequía se hacía sentir en esos pastizales. Apenas la sombra de
algunos árboles aislados amenizaban el paisaje, refrescando la región abandonada.
Obcecado por la idea de reparación por parte de los representantes de la
ley y el deseo fijo de vengarse, el viejo israelita pensó incendiar los pastos
secos. No iba a consultar a sus hijos, que era muy posible le quitarían la
idea ya que eran inclinados a la tolerancia y devolver bien por mal. Jochedeb
retrocedió algunos pasos y se dirigió hacia el galpón donde se guardaba
el material de servicio e hizo fuego con un montón de pasto seco. El
fuego se esparció rápidamente y alcanzó una enorme zona, cual furia de un
relámpago.
Terminada la tarea y con los huesos doloridos, regresó tambaleante al
hogar donde Abigail, asustada, lo interrogó sobre los motivos de tan profundo
abatimiento. Jochedeb se recostó a la espera de su hijo. Instantes
después, un ruido ensordecedor le perforaba los oídos. Cerca de la chacra
el fuego destruía los árboles frondosos y robustos, reduciendo los pastos a
un puñado de cenizas.
Una gran área ardía y se escuchaba el grito de las aves que huían despavoridas.
Pequeñas casitas que pertenecían al gestor, inclusive algunas
edificaciones que protegían los baños termales que eran de su predilección,
ardían convirtiendo todo en negros escombros. Aquí y acullá los clamores
de los trabajadores del campo, en estrepitosa confusión y corridas,
trataban de salvar de la destrucción la residencia campestre del poderoso
patricio o de desviar las grandes lenguas de fuego que amenazaban las
plantaciones vecinas.
Algunas horas más tarde, en medio de pavorosa angustia, dieron por extinguido
el incendio.
Infructuosamente el viejo trató de enviar mensajes tratando de encontrar
a su hijo, que se encontraba dentro del círculo de trabajadores que atendían
a sus tierras. Deseaba hablar con Jeziel de sus necesidades y de la situación
tormentosa en que se encontraban nuevamente, ansiaba descansar su mente
atormentada para lo cual su amorosa hija hacía ingentes esfuerzos. Solamente
por la noche y con la ropa chamuscada y las manos heridas, el joven
entró en la casa, dejando entrever el cansancio que su tarea le había causado.
Abigail no se sorprendió con su aspecto, pues sabía que su hermano no
dejaría de atender a los compañeros de trabajo de la vecindad. Le preparó
agua aromatizada y balsámica para tratar sus manos, pero ni bien observó
las heridas, fue con asombro que Jochedeb exclamó:
–¿Dónde estuviste, hijo mío?
Jeziel habló sobre la cooperación espontánea para salvar la propiedad
vecina y a medida que relataba los tristes sucesos del día, el padre dejaba
entrever su angustia en sus frases sombrías, ya que no podía contener la rebelión
interna que devoraba su corazón. Después de algunos minutos, levantó
su debilitada voz y con profunda emoción dijo:
–Mis queridos hijos, me cuesta decirles que fuimos castigados nuevamente
y que nos quitaron hasta la última migaja de pan que poseíamos...
Reprobando mi reclamación sincera y justa, el legado del César determinó
la incautación de nuestro propio hogar. La inicua sentencia es el pasaporte
para nuestra ruina total. Por sus disposiciones estamos obligados a dejar la
chacra dentro de tres días.
Y elevando sus ojos hacia lo alto, como deseando insistir junto a la divina
misericordia, exclamaba con su mirada llena de lágrimas:
–¡Todo está perdido!... ¿Por qué hemos sido desamparados mi Dios?
¿Dónde está la libertad para vuestro pueblo fiel, si en todas partes nos exterminan
y nos persiguen?
Gruesas lágrimas corrían por su rostro, mientras con voz temblorosa
narraba a los hijos los tormentos de que fuera víctima. Abigail le besaba
las manos enternecidamente y Jeziel, sin manifestar o contrariar la rebel-
día paterna, lo abrazaba después de su dolorosa exposición, consolándolo
con amor:
–Padre mío, ¿por qué os atemorizáis? ¡Dios nunca quita a nadie su misericordia!
Los Escritos Sagrados nos enseñan que Él, antes de nada, es el
Padre amoroso para todos los vencidos de la tierra. Esas derrotas pasan, así
como llegan. Tenéis mis brazos y el cuidado afectuoso de Abigail. ¿Por qué
lastimaros, si mañana mismo, con la ayuda divina, podremos salir de esta
casa, para buscar otra en cualquier parte para consagrarnos al trabajo honesto?
¿Dios no guió a nuestro pueblo a través del océano y del desierto?
¿Por qué negaría, entonces, su apoyo a nosotros que tanto lo amamos en
este mundo? Él es nuestra brújula y nuestra casa.
Los ojos de Jeziel se fijaron en su viejo padre en una actitud, de súplica
cariñosa. Sus palabras eran dulces y demostraban la bondad de su corazón.
Jochedeb no era insensible a esas acostumbradas muestras de cariño, pero
ante la demostración de tanta confianza en el poder divino, sentíase avergonzado
después del acto que había cometido. Descansando en la ternura
que sus dos hijos le ofrecían, daba curso a sus lágrimas que le fluían de su
alma, alcanzada por extremas desilusiones. Mientras tanto, Jeziel continuaba:
–¡No llores más, padre mío, cuenta con nosotros! Mañana yo mismo
prepararé nuestra salida.
Fue en ese instante que la voz paterna levantó el tono y acentuó:
–¡Eso no es todo, hijo mío!...
Y, pausadamente, Jochedeb pintó el cuadro de sus angustias reprimidas,
de su cólera que, reiteraba, era justa y que terminó con la decisión de prender
fuego al pastizal que daba con la residencia de su verdugo. Sus hijos le
escuchaban asombrados, a la vez que trataban de consolar al padre, que había
cometido ese delito convencido que era justo. Después de un mirar de
infinito amor, terminó abrazándolo y exclamó:
–¡Padre mío!, ¿por qué levantaste el brazo en actitud de venganza? ¿Por
qué no esperaste la acción de la Justicia divina?...
Aunque perturbado por las afectuosas reprimendas, el interpelado aclaraba:
–Está escrito en los mandamientos: “No hurtarás”, y haciendo lo que hice
traté de rectificar un desvío de la Ley, dado que fuimos despojados de
todo lo que constituía nuestro humilde patrimonio.
–Por encima de todas las determinaciones, padre mío –acentuó Jeziel
sin irritación–, Dios mandó tener presentes las enseñanzas del amor, recomendando
que lo amásemos sobre todas las cosas, con todo el corazón y
con buen entendimiento.
–Amo al Altísimo, pero no puedo amar al romano cruel –suspiró Jochedeb
amargado–.
–Pero, ¿cómo demostrar dedicación al Todopoderoso que está en los
Cielos –continuó el joven compadecido– destruyendo sus obras? En el caso
del incendio, debemos considerar que no estamos del lado de la ley ni de la
justicia de Dios, puesto que los campos nos ofrecen el pan y por nuestra
actitud alcanza a los sirvientes de Licinio Minucio. Caio y Rufilo fueron
heridos de muerte cuando intentaban salvar las termas predilectas de su
amo, en una lucha inútil contra el fuego destructor. Ambos, a pesar de haber
sido esclavos, eran nuestros mejores amigos. Los árboles frutales y los
canteros de legumbres de nuestra propiedad se los debemos a ellos, no sólo
en lo que respecta a las semillas provenientes de Roma, sino al esfuerzo y
su cooperación en el trabajo ¡No es justo, que al honrarnos con su amistad,
dedicación y aprecio, les paguemos con esos injustos sufrimientos!
Jochedeb pareció meditar profundamente en las observaciones de su hijo,
dichas con todo cariño. Mientras tanto, Abigail lloraba en silencio y su
hermano agregaba:
–Nosotros, que estábamos en paz, en medio de la confusión del mundo,
porque teníamos la conciencia limpia, necesitamos resolver ahora lo que recibiremos
en pago de las represalias. Cuando me entregaba con toda pasión
a combatir el fuego observé que muchos adictos a Minucio me miraban con
extrema desconfianza. A estas horas, el gestor debe haber regresado de los
servicios de la Corte Provincial. Precisamos encomendarnos al Señor con
amor y paciencia, pues ya sabemos los tormentos que esperan a todos
aquellos que no obedecen a las determinaciones de los romanos.
Una nube de tristeza invadía a los tres seres en medio de sus cavilaciones.
En el viejo se observaba una ansiedad terrible, aumentada por el dolor
que le producía el remordimiento, y en ambos jóvenes, se notaba el mirar
amargo de quienes esperan lo inevitable.
Jeziel tomó de arriba de la mesa los viejos pergaminos y le dijo a su
hermana con voz muy triste:
–Abigail, vamos a recitar el Salmo que nos enseñó nuestra madre para
afrontar las horas difíciles.
Ambos se arrodillaron y sus voces conmovidas, como de pájaros torturados,
cantaban bajito una de las famosas oraciones de David, que habían
aprendido de la voz materna:
“El Señor me gobierna y nada me faltará:
En un lugar de pastos allí me ha colocado.
Me ha educado junto al agua de refección:
Hizo a mi alma volver.
Llevóme por senderos de justicia,
por amor de su nombre.
Pues aún cuando anduviere en medio
de sombras de muerte, no temeré
males: porque tú estás conmigo.
Tu vara y tu cayado, ellos me consolaron.
Preparaste una mesa delante de mí,
contra aquellos, que me atribulan.
Ungiste con óleo mi pobre cabeza:
y mi cáliz que embriaga ¡qué excelente es!
y tu misericordia irá en pos de mí
todos los días de mi vida:
A fin de que yo more en la casa del Señor,
en largos días...” 1